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EDITORIAL.

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Alto riesgo
Cuando programamos la presente entrega de ACCIÓN, pensábamos que, después de la asunción del mando del nuevo presidente estaríamos en los 100 días de gracia y tregua, en los que la 
 
patria, una vez libertada de las campañas y vaivenes electorales, ahora con nuevo gobierno, estaría trabajando en vistas al bien común de todos. Estaríamos organizando todos juntos la esperanza en un futuro mejor.
Hablar de alto riesgo lo reservábamos para el tema de la niñez paraguaya. Efectivamente, esos hermosos y radiantes rostros de niños y niñas, pobres los más de ellos, pero de mirada clara y transparente, de inocencia confiada y de alegría conquistadora, nos hacen olvidar fácilmente que viven en una zona de alto riesgo, desprotegidos por el Estado y poco atendidos, los más de ellos, por la familia, la sociedad y la comunidad. 
El asunto de la niñez es grave porque viene agravado por un contexto de limitaciones y hasta perversiones del sistema estatal y de la sociedad que ignora y minimiza los derechos de los niños. De este drama se percatará quien lea las páginas que siguen.

Pero por desgracia no podemos dejar de hablar del momento actual en el que el orden político “natural” está muy zarandeado. Vivimos en un ambiente de zozobra, de susto y desconcierto. Ahí también estamos en una zona de alto riesgo. Estamos orillando peligrosamente la dictadura. De nuevo. Están en funciones de gobierno —aunque con excepciones— personas que no ocultan su talante autoritario y que demuestran una rara destreza para no acatar las leyes de la república. Decretos y actitudes que desafían directamente a la Constitución Nacional están a la orden del día. 
El Poder legislativo y Poder judicial se ven obligados a pronunciarse en su quehacer ordinario sobre cosas públicas que en un gobierno normal sólo tendrían que aparecer en casos extremos. Una situación en la que hay claros indicios de que la misma Constitución está siendo violada sistemáticamente, no es que digamos un cuadro de sana democracia. El diagnóstico advierte peligrosamente que nos acercamos a estado irreversible del que se puede temer lo peor. 
Legisladores y jueces, intérpretes señalados del derecho y la justicia están siendo demandados por Dios y por la patria sobre una situación de extrema gravedad, desagradable e inoportuna. No la buscaron, pero ahí está. Y esperemos que sabrán estar a la altura de las circunstancias. 
Pero está también la ciudadanía. Que ella no responda aparentemente con movilizaciones populares, a pesar de la seriedad del momento en el que se juega el futuro de todos, no muestra sino hasta qué punto la dictadura pasada —y futura— todavía tiene el campo minado, con resabios nada agradables y con temores fundados. Pocos se atreven a dar un paso para no saltar por los aires. 
Hay quien dice que  la democracia es un lujo, sólo reclamado por personas de necesidades básicas ya satisfechas; una peligrosa interpretación, que hace comenzar la libertad sólo más allá de los límites de lo fundamental, y como algo prescindible. De hecho los pobres y miserables lo somos porque fuimos privados en tiempos todavía muy recientes de nuestros derechos más fundamentales: a la tierra, al techo, al trabajo, a la misma palabra, a la projimidad posible y deseada. 
Estamos, sí, de nuevo, en zona de alto riesgo. Y no es imaginación: lo que empieza a suceder hoy es demasiado semejante al drama que nos tocó vivir. De cada acto le sabemos y le recordamos la continuación en el acto siguiente. Muchos actores son los mismos, y no necesitan ensayarse en sus nuevos papeles. 
Habíamos dicho: ¡nunca más! Hay que repetirlo. Desde ahí tendremos que organizar la esperanza.

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