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Destino Y Circunstancia

Cuento

El puerto de Rotterdam en Holanda, siempre ha tenido características muy especiales, en primer lugar, por el inmenso movimiento de barcos de ultramar que allí recalan permanente para las transferencias de carga de todo tipo que circulan por el mundo, en miles de navíos de todas banderas que podamos imaginar.
Circular por sus calles, no siempre es una aventura feliz, como tampoco, se considera de buen gusto buscar la felicidad en sus calles, donde miles de marinos de los barcos mercantes descargan sus penas y dolores de ausencias, en bares de mala muerte y en casas de prostitución que son al final, las dueñas exclusivas de esos momentos de distracción de los tristes navegantes.
Campelo Cobo, arribó a ese puerto, luego de 20 días de navegación en ultramar con un proceso de intoxicación alimenticia que ya lo había postrado en cama desde hacía cinco días.
Vómitos de todo tipo, diarrea sanguinolenta, algo de fiebre, una languidez que lo atormentaba, y que por supuesto no le permitía trabajar, cosa que si bien los compañeros lo suplían, como es la tradición del mar, no siempre se quedaban conforme, porque conocía lo pesado de su trabajo de estar aceitando cojinetes y rulemanes durante ocho horas por día en esa tumba que era la sala de máquinas del buque con treinta y cinco grados de temperatura constante.
No había forma de cambiar la situación, porque el botiquín de abordo estaba manejado por un oficial que era competente en dar alguna aspirina y recomendaciones, del resto referente a medicina y diagnósticos, nada que ver.
En más de una oportunidad sentí deseos de bajar a dormir una siesta en el mar, pero como la cama no era del todo cómoda que digamos, desistí, y preferí el camastro que me daban en el camarote para dormir.
Estando en navegación, todo se soporta porque todo es transitorio, pero estos malestares, ya me daban la impresión que terminarían con mi vida.
En cada vómito, se iban mis esperanzas, de llegar a puerto.
Renacieron en la aurora del 16 de julio, de un día de verano bien soleado, porque allí ya podían pensar en mandarme a un médico como la gente.
Pese a las dificultades propias del fin de la segunda guerra mundial, todavía en ese país, había gente que amaba a la gente y por descontado muy solidaria.
En la agencia marítima que representaba a la empresa propietaria del Campero se interesaron rápidamente porque ya habían recibido un radio en el cual le decían que tenían un enfermo grave a bordo.
Llegar, desembarcarme e internarme en el hospital Madam Curie, fue cosa que se realizó en forma inmediata.
Nadie suponía siquiera lo grave que estuve y lo cercano a morir si la navegación duraba tres días más.
El desvencijado taxi que me acercó al hospital fue una tortura extra, pero llegamos luego de reventar una cubierta en las vías del tranvía...
Eran las doce del día y se demoraron todavía dos horas en atenderme.
La dificultad del idioma hacía la espera mas dolorosa, hasta el momento que caí en el pasillo retorcido como un trapo de fregar el piso cuando se le escurre el agua...
De allí a la nada había un paso...
Desperté en un catre de campaña que en uno de sus costados tenía la bandera inglesa, totalmente desvencijado , sin sábanas sin almohada y ropa sucia por excrementos, porque en mi caída en el pasillo, no controlaba los efínteres.
-Este chico se va a morir-
-Por el momento no hay lugar para nada en la sala de operaciones, todos los que llegan son casos graves y el Dr. Von Karen, está también enfermo de un paludismo que trajo que trajo de Túnez y no es que tenga muchas ganas de atender:
Todas son urgencias, y casi todas terminan igual.
No tenemos medicamentos, ni ropa adecuada, ni siquiera agua limpia para lavarnos las manos.
La poca que hay, es para tomar y en forma racionada, tres veces por día.
Sueros, equipos perfusores, y sulfamidas, apenas lo necesario, y solo para ser usado en casos de extrema necesidad.
Blonquist, el enfermero que concurrió para los primeros auxilios al enfermo caído en el corredor del hospital arrastró a Campelo , tal era el nombre del tripulante, hasta una puerta donde lo recostó, porque él era tan flaquito también que no tenía fuerzas para levantarlo, y todos los que podían ayudar estaban en la misma situación de Blonquist o peor, en consecuencia, no había forma de pedir nada a nadie.
Las miradas se entrecruzaban entre moribundos con ganas de hacer algo, pero no se podía hacer nada, tal era el destino de los hijos de la guerra que habitaban en ese momento la antesala de la muerte en el hospital Madam Curie de la maltratada por muchas plagas de la ciudad de Rotterdam.
A las tres horas de estar salió un médico de hacer un enyesado de una sala, preguntó quien era el que estaba tirado en la puerta, y se le dijo que era alguien que había sido mandado de una agencia de navegación, tripulante de un barco y que volverían.
Volvieron, pero recién a la media noche sus compañeros, con una borrachera de Dios y señor mío, pero con el mejor ánimo de ayudar al enfermo.
Justo hacía falta sangre, pero con la borrachera que traían era imposible pensar siquiera en sacarle una gota.
No obstante todo se llevó a cabo, con lo poco que se tenía y sin sangre.
Podía usarse el material necesario porque alguien pagaría por ese marino.
El primer trabajo fue largo.
No se lograba sacarlo de lo que parecía un coma, al extremo que el médico le dijo a una monjita de las de San Vicente de Paúl que ayudaban en el hospital, que lo mirase de cuando en cuando y que cuando se despertase le avisase para tomar algunas medidas.
Sor Ceferina, que era la monjita en cuestión, corría todo el tiempo de uno a otro extremo de esa gran sala donde había más de cuarenta enfermos y heridos terminales.
No paraba ni un momento, era incansable, nunca se la vio tomar agua ni se sabía a que hora comía.
Cuando aparecía por la mañana en la sala, su inmenso cubre cabeza, blanco impecable y almidonado siempre, apenas entraba por la puerta, cubría todo el espacio libre.
Ella era Irlandesa, de apenas un metro sesenta de estatura y con no más de cuarenta kilos.
Usaba unos anteojos pequeños, que la hacían viejita en plena juventud.
Su pelo cuando asomaba en los costados de su toca blanca, mostraba un mechoncito rojizo, color zanahoria, típico del valle Alder que había en Irlanda muy cercano a Dublín.
Verla y sentirla cerca de uno, era quererla de inmediato, y a veces hasta la retaban algunos heridos porque decían que no se movía como debía.
Afortunadamente su dominio del Holandés era tan pésimo, que solo ella respondía con una sonrisa, de allí que la llamaban la santa.
Ceferina la santa, no hacía por el pobre marino nada más que lo necesario, solo que como nunca el podía pedir nada, ella adivinaba las necesidades del enfermo y le prodigaba los cuidados necesarios, y por las noches cuando se recogían las hermanas para dormir, rezaba por ese solitario también que iba camino de la muerte de la forma que estaba siendo atendido.
En este caso, aquello de que lo que tiene que ser será, no tuvo éxito, y Campelo Cobo que ya tenía un pié en la tumba, comenzó a recuperarse.
Pero el barco tuvo que hacerse a la mar nuevamente, y quien sabe como haría la agencia para ayudarlo cuando tuviese que salir del hospital.
Este no era problema de momento pero, Campelo Cobo, seguía mejorando, y Campelo Cobo se recuperó bastante bien, tanto que iba a la misa temprano que se hacía en una capillita de las hermanas Vicentinas que tenían detrás de su dormitorio.
Un buen día, la Madre Superiora le habló al médico, que sería conveniente hablar a la agencia marítima que, dado que debían pagarle una pensión a Campelo Cobo donde seguramente se volvería a enfermar, porque no se lo dejaba en el hospital y se pagaba una pensión por él, y se le pedía que ayudase en el hospital, porque lo que hacía falta, era gente sana, y el era sano porque no había estado en la guerra, y además, por gratitud era devoto, y no había que pedir permiso a nadie.
La Madre superiora, le dijo a boca de jarro un buen día y se asombró cuando le dijo Campelo que estaba tan agradecido de la ayuda que le había prestado Sor Ceferina, que no tenía nada que decir , y aceptó de inmediato.
En el mes que demoró el barco en regresar, se compuso, trabajó intensamente en el hospital hizo cosas que jamás había hecho, hasta aprendió a poner inyecciones, porque pensó que podría servirle mañana cuando volviese a embarcarse, por lo menos en la enfermería no se sufría tanto como en el sótano donde estaban las máquinas, con su ruido infernal y su calor insoportable.
Arriba había mas aire fresco, y se respiraba a pleno pulmón.
Con seguridad que tampoco se enfermaría como estuvo ya, y casi a punto de morir.
Haría en Buenos Aires un curso de enfermería para atención en barcos, y viajaría mucho, y viviría más, con toda seguridad.
Cuando volvió el barco nuevamente, se embarcó, agradeció mucho el capitán del barco a las monjitas de San Vicente de Paúl, al médico que había hecho tanto para salvar a su tripulante, donaron una buena ración de comida que traían a bordo, y con lágrimas en los ojos dieron la espalda a la puerta del hospital y se hicieron a la mar en el medio día siguiente.

Segundo tiempo 33 años después.

Campelo Cobo, harto de agua salada, se instaló en la ciudad de Asunción del Paraguay, donde progresó haciendo algunos negocios de ganado.
Como estaba radicado en el interior, no siempre había buenas comunicaciones, razón por la cual instaló una estación de radio y a su vez, se hizo radioaficionado fanático, donde siempre se encontraba a la escucha, dado que no había más entretenimiento que ese, pero que a la vez prestaba siempre ayuda , cuando fuese posible hacerlo.
Muchos recurrían a él, para muchos servicios de auxilio, principalmente cuando se trataba de conseguir novedades médicas en Europa, porque entre los radioaficionados era noticia general, que hablaba el Inglés casi perfecto, y algo del Holandés, cosa que nunca fue cierta, pero, como no molestaba tampoco él lo desdecía, y así cumplía cuando podía y estaban contentos él y su familia con su radio y sus amistades de ultramar.
En cierta oportunidad, los familiares de un escribano de la Asunción, le pidieron un marcapasos con mucha urgencia que había que traer de Holanda, que era el país en que se fabricaban.
Indudablemente que Campelo, se puso en marcha en forma inmediata, y con ciertos temores, de como haría para pagar, porque no era fácil transferir ese dinero, pero haría el intento.
Se dio el caso que un radioaficionado de Buenos Aires LU1ACF, había recibido un pedido urgente de un marcapasos, y aprovechó la oportunidad de que había alguien en Paraguay que estaba pidiendo uno, entonces la solución estaba a la mano, y le diría a Campelo que en vez de uno pidiese dos marcapasos, que estaba seguro que quienes lo pedían podían pagar, y en caso contrario, ya vería la forma de hacerlo a través de la radio del Radio Club Argentino
La familia se puso furiosa con un marcapasos, cuando se enteraron que eran dos, ya vieron que las vacas no darían para cubrir el gasto, pero lo aceptaron cuando les dijo que cobraría sin falta, cosa que no siempre era así...
Pero había algo que le decía que debía cumplir y en el último de los casos, callarse y pagar, porque sarna con gusto no pica...
Una empresa aérea KLM llevó el producto a Nueva York , y lo depositó en la agencia de AA, para que los arrimase a Buenos Aires.
Todo resultó en forma, llegó el marcapasos a salvar la vida de alguien en Buenos Aires, y también ayudó a salvar otra en Asunción , razón por la cual, un escribano siguió dando fe pública.
A los tres meses, de haber entregado los equipos, y por supuesto de haberlos pagado conforme correspondía, ya era hora de decirle a LU1ACF que reclamase a quien le había entregado el marcapasos.
Dijo que se le había olvidado el tema, como correspondía a todo radioaficionado, pero que para más seguridad le daría el teléfono de la gente que le había pedido.
El llamado a Buenos Aires fue instantáneo, y le dije a la persona que me atendió que yo era quien había mandado el marcapasos, y que debía registrar el nombre de la persona beneficiada, como era la costumbre, y a su vez cobrar, porque yo no era persona pudiente y necesitaba el dinero.
A la primer cuestión me dijo que se había hecho el pedido del Convento de las Hermanas Vicentinas, que buscarían pagar a la mayor brevedad, pero que pagarían sin falta, y que el nombre de la enferma era Sor. Ceferina, una hermanita que había trabajado muchos años en el hospital Madam Curie de Rotterdam.
Se había repuesto la enferma y me agradecía de todo corazón, y siempre rezaba por la felicidad de quienes la habían ayudado.
Frente a la insistencia de la hermanita que atendió el teléfono de cual era la dirección a la debía mandar el dinero, Campelo le dijo que no había necesidad, que pasaría por Buenos Aires en pocos días y el cobraría cuando vaya a visitar a Sor Ceferina.
Una tarde muy lluviosa del mes de Julio, Campelo llegó al Convento de las Hermanitas de San Vicente de Paúl en la ciudad de Victoria, donde tomó un rico chocolate caliente, con aquella mujercita Irlandesa que le había salvado la vida hacía treinta y tres años atrás.
Y ambos siguieron por los caminos de la circunstancia, Sor Ceferina, rezando con su rosario de semillas de zapallo que Campelo le llevó de regalo, y Campelo criando vacas en algún lugar del Paraguay.

Angel Perez Pardella Luchessi.

Director
Luis Martin Cuenca Legal
Redacción
Raul Inchausti V. y todos los HH. que integran la Augusta y Respetable Logia Federico el Grande N°3
Colaboradores
Agustin Perez Pardella
Arnaldo Frutos
Angel Sonne Acht
Angel Perez Pardella Luchessi
Diseño Tapa
Eduardo Daniel Perez
Carlos Francisco Crichigno Peralta
Carlos Jose Palacios
Composición, Diagramación, Armado y Corrección
Feliciano Delgado

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