EL PAPEL DE LAS IDEAS Nos
quedan por considerar, así pues, unas cuantas cuestiones,
un tanto fastidiosas, referentes a métodos y otras,
quizá, de tipo filosófico, antes que nos encontremos
en condiciones de abordar el estudio de nuestra
herencia intelectual como Masones Occidentales.
El historiador de las ideas va a tratar de ver cómo
actúan las mismas en este mundo, va a estudiar las
relaciones entre lo que los hombres dicen y lo que en la
práctica hacen.
¿Qué se quiere dar a entender, pues, cuando
habla de las ideas y cuando dice que las mismas actúan
sobre este mundo?
Ya éstos son en sí problemas filosóficos,
en torno a los cuales los hombres vienen discutiendo hace
largo tiempo sin llegar a un acuerdo, hecho que, por sí
solo, debe convencernos de que estos problemas no pueden
ser resueltos de la misma manera que cualquier niño
podría contestar preguntas como la de qué
es lo que el ingeniero automovilista llama carburador, o
la de qué quiere decir cuando habla de que un carburador
está funcionando.
No hay lugar a duda de que las ideas son bastante distintas
a los carburadores; pero no debemos cometer el error de
pensar que son menos reales que éstos, menos importantes
para nuestra vida, o que sólo son simples palabras
que no tienen importancia alguna.
Tomaremos aquí la palabra ideas en un sentido muy
amplio, llegando a abarcar en el mismo casi todos los ejemplos
coherentes de las realizaciones del intelecto humano expresadas
por medio de palabras.
En este sentido, el "¡ay!" que profiere
un hombre cuando se golpea el dedo con un martillo no es,
en modo alguno, una idea, mientras que su expresión
"me he dado un golpe en el dedo con un martillo"
es ya, aunque muy sencilla, una proposición y. en
consecuencia, una idea.
La nueva expresión "me duele el dedo porque
me he pegado un martillazo" empieza ya a abarcar ideas
más complejas.
Juicios tales como "me duele el dedo porque el martillazo
ha afectado a ciertos nervios, los cuales han transmitido
a mi sistema nervioso central un tipo de estímulo
asociado con eso que solemos llamar dolor", o como
"me duele el dedo porque Dios me está castigando
por mis pecados", constituyen proposiciones muy complicadas
ambas, que nos transportan a dos importantes dominios del
pensamiento humano: el científico y el teológico.
Pues bien: la clasificación de todos los tipos de
ideas que concurren a la formación de lo que solemos
llamar conocimiento constituye en sí la tarea principal
de diversas disciplinas, entre las que se encuentran la
lógica, la epistemología y la semántica.
Y aún queda después la labor de decidir qué
clase de conocimiento es el verdadero, o hasta qué
punto es verdadero un conocimiento determinado, y otros
trabajos por el estilo que aquí no podemos abordar.
Es casi de ayer mismo el interés amplísimo
que ha despertado el estudio de la semántica, o análisis
de los complicados procedimientos mediante los cuales resultan
interpretadas las palabras a medida que van siendo usadas
para establecer la comunicación entre los seres humanos.
Para nuestros propósitos actuales nos bastará
con establecer una distinción fundamental entre dos
tipos de conocimiento: el acumulativo y el no acumulativo.
El mejor ejemplo de conocimiento acumulativo lo constituyen
las que solemos llamar ciencias de la naturaleza o exactas.
Desde que, hace varios miles de años, comenzaron
en el Mediterráneo oriental los primeros estudios
sobre astronomía y sobre física, nuestras
ideas acerca de estas disciplinas se han ido acumulando,
han ido constituyendo poco a poco la astronomía y
la física que estudiamos en el Instituto y en la
Universidad.
Este proceso de constitución no ha sido completamente
gradual, aunque en su conjunto se ha ido verificando de
forma bastante sostenida.
Aún se dan por buenas algunas de las ideas o teorías
que ya se conocían desde la misma iniciación
de estas ciencias, como ocurre con las ideas del antiguo
griego Arquímedes sobre la gravedad específica;
pero muchísimas otras han venido a añadirse
al reducido núcleo de las primitivas, al tiempo que
otras más iban siendo desechadas por falsas.
El resultado de todo ello es una disciplina, una ciencia,
con un sólido núcleo, universalmente aceptado,
de conocimientos acumulados, y una superficie exterior,
en continuo desarrollo, de conocimientos nuevos.
Las disputas y los científicos discuten tanto como
los filósofos o los particulares están centradas
en torno, no al núcleo, sino a esta superficie exterior
en desarrollo.
El núcleo es aceptado como verdadero por todos los
científicos.
Como es natural, los conocimientos nuevos pueden de rechazo
llegar a afectar a todo el núcleo, originando lo
que, de manera no muy arbitraria, pudiéramos llamar
una revolución en la ciencia.
De este modo se han reflejado en el núcleo de la
física de Newton la mecánica cuántica
y la teoría de la relatividad.
Para encontrar un ejemplo de conocimiento no acumulativo
es preferible que acudamos al campo de la literatura.
Los literatos establecen ciertas proposiciones, sostienen
determinadas ideas acerca de los hombres, del proceder bueno
y malo, de las cosas hermosas y de las feas.
Hace más de dos mil años que los literatos
escribían en Grecia sobre estos asuntos, al tiempo
que otros hombres se ocupaban en dicho país de escribir
acerca de los movimientos de las estrellas o de los desplazamientos
de los cuerpos sólidos en el agua.
Pues bien: los escritores contemporáneos siguen escribiendo
hoy en día exactamente sobre las mismas cosas de
las cuales se ocuparon los griegos, y de una forma completamente
análoga, lo que no supone un aumento claro y firme
de conocimientos, mientras que nuestros científicos,
por el contrario, tienen sobre la astronomía y la
física muchísimos más conocimientos,
ideas y proposiciones que pudieran tener los griegos.
Para decirlo de forma más sencilla; si se trajera
a la tierra, a mediados de nuestro siglo XXI un literato
griego como Aristófanes, o a un filósofo griego
como Platón, y se les pusiera al habla con nosotros,
aun sin haber adquirido ningún conocimiento posterior
al que tenían cuando murieron, podrían inmediatamente
ponerse a charlar de literatura o de filosofía con
G. B. Shaw o con John Dewey, y sentirse como en su propia
casa, mientras que un científico griego como Arquímedes,
en situación análoga, incluso aunque fuese
un genio, necesitaría emplear una buena porción
de día¡; en asimilar los textos elementales
y avanzados de física y en adquirir las suficientes
matemáticas para poder empezar a charlar, aunque
no fuese más que sumariamente, con un físico
moderno como Bohr o Einstein.
Dicho de otro modo, un moderno estudiante universitario
americano no es más sabio que uno de los sabios de
la antigüedad, ni tiene un gusto más depurado
que un artista de la antigüedad, pero sabe muchísima
más física que la que haya jamás conocido
el más grande de los científicos griegos.
Por conocer, también conoce más hechos acerca
de la literatura y de la filosofía de los que pudo
conocer el griego más sabio del año 400 a.
de J. C.; pero en lo que se refiere a la física,
no sólo es que conoce más hechos, sino que
comprende las relaciones entre los mismos, esto es, las
teorías y las leyes.
La distinción entre el conocimiento acumulativo y
el no acumulativo es útil y evidente, que viene a
ser todo lo que se necesita de una distinción.
Esta distinción no significa el que la ciencia sea
buena y útil, mientras que el arte, la literatura
y la filosofía son malos e. inútiles, sino
que, sencillamente, son distintos en lo que respecta a sus
atributos en orden a las formas de acumulación del
conocimiento.
Mucha gente cree que esta distinción supone el que
el arte es, en cierta medida, inferior a la ciencia y se
siente ultrajada por la misma hasta el punto de negar de
plano cualquier grado de verdad o de utilidad que se pueda
atribuir a semejante diferenciación.
Ello no es más que una costumbre corriente en el
hombre, con la que el historiador de las ideas tiene que
contar.
Quizá todo se deba simplemente a que, durante los
últimos trescientos años, la ciencia ha ido
acumulando conocimientos con extraordinaria rapidez, en
tanto que el arte, la literatura y la filosofía han
necesitado varios milenios para ir acumulándolos
con mucha lentitud.
Puede que nuestros grandes hombres sean, en cierto sentido,
más sabios que los de la antigüedad; y puede
que la sabiduría media, o sentido común, de
los ciudadanos comunes sea superior a la de los atenienses.
Pero estas cuestiones son muy difíciles de medir
y poco susceptibles de que sobre las mismas recaiga una
conformidad general: el carácter acumulativo del
conocimiento científico es punto menos que indiscutible.
Ni siquiera el defensor más optimista del progreso
en el arte y en la filosofía se atrevería
a llegar a establecer la proporción: Shakespeare
es a Sófocles como Newton es a Arquímedes.
Todo lo que precede no tiene más remedio que llevar
a una simplificación excesiva en la distinción
entre el conocimiento acumulativo y el no acumulativo.
De manera muy especial en lo que afecta a toda una serie
de generaciones de pensadores de Occidente, así como
a muchos de los modernos, no se hace la debida justicia
a esa parte del conocimiento humano que no va comprendida
en la palabra ciencia, al ponerle el rótulo de "no
acumulativa".
Cabe argüir que las que generalmente se denominan ciencias
sociales tienen a su favor el no ser precisamente como unas
débiles imitaciones de las ciencias naturales, sino
que poseen un cuerpo de doctrina acumulada acerca de las
interrelaciones entre los seres humanos, conocimiento que
no es sólo una acumulación de hechos, sino
también una interpretación válida de
los mismos.
De este modo, en el siglo y medio que va desde Adam Smith
hasta lord Keynes, los economistas han llegado a comprender
a fondo muchas más cosas sobre lo que es la actividad
económica que las que conoció el economista
escocés.
Puede también aducirse el que los filósofos,
pese a que todavía afrontan ciertos problemas de
los que ya se preocuparon Platón y Aristóteles
, vienen mejorando de siglo en siglo sus métodos
analíticos y depurando, con creciente precisión,
las propias cuestiones que se plantean.
Y, por último, aunque el cínico pueda decir
que todo lo que aprendemos de la Historia es que jamás
nos enseña nada, la mayor parte de nosotros estaremos
dispuestos a sostener que, de siglo en siglo, el hombre
de Occidente ha ido levantando un Sistema de sabiduría
y de buen gusto que fue desconocido por los griegos.
Hasta qué punto esa sabiduría y ese buen gusto
están esparcidos en nuestra sociedad, es problema
aparte.
En realidad, tanto en lo que se refiere al conocimiento
acumulativo como al no acumulativo, el problema de la divulgación
del conocimiento, el problema de corregir los errores más
comunes del pensamiento público, es tan importante,
por lo menos (en una sociedad democrática acaso lo
sea más), como el de conseguir que los entendidos
coincidan en sus apreciaciones.
Esto debiera resultar evidente, en un campo como el de la
economía, a todo el mundo, salvo, quizá, a
los que manifiestan un desdén más ostensible
por el pensamiento económico.
Los economistas, desde luego, disienten entre sí.
Igual les ocurre a los médicos.
Hasta en la misma América de nuestros días,
donde la Medicina goza de un elevadísimo prestigio
entre todas las clases sociales, no es fácil, ni
mucho menos, educar al público hasta el punto de
que proceda sensatamente en asuntos de esta índole.
Por lo que respecta a las cuestiones económicas,
el público de fines del siglo xx es completamente
incapaz de sacar partido del gran número de conocimientos
acumulados que poseen los técnicos; si no fuera así,
no estaríamos tratando, como lo estamos, de restaurar
algo que se parezca a un comercio internacional compensado
mundialmente, mientras nos empeñamos en conservar
un elevado nivel general, y, con frecuencia, niveles particulares
elevadísimos de protecciones arancelarias.
El historiador de las ideas debe preocuparse, sin lugar
a dudas, tanto del conocimiento cumulativo como del no cumulativo,
poniendo todo lo que esté de su parte para distinguir
como corresponde el uno del otro, para precisar sus relaciones
mutuas y para estudiar los efectos respectivos sobre el
proceder humano.
Ambos tipos de conocimiento son importantes, y cada uno
de ellos tiene su misión específica en este
mundo.
Llegamos así a la segunda de nuestras preguntas:
¿Cómo actúan las ideas en este mundo?...
Cualquiera respuesta que se dé, habrá de tomar
en consideración el hecho de que las ideas, con mucha
frecuencia, son realmente ideales, esto es, expresiones
de las esperanzas y de las aspiraciones, objetivos del deseo
y del esfuerzo humano.
Decimos, por ejemplo, que "todos los hombres son iguales
por nacimiento" o, como el poeta Keats: "La belleza
es la verdad, y la verdad, la belleza." Esto es todo
lo que se sabe en la tierra, y lo que se precisa saber.
¿Qué significan afirmaciones como éstas?
Si se afirma que un cuerpo pesado y otro ligero, si se dejan
caer libremente en el aire lo hacen con diferentes aceleraciones,
podéis subir a una torre, hacer el experimento de
dejarlos caer y ver qué pasa.
Esto es precisamente lo que hizo Galileo en la torre inclinada
de Pisa.
Es posible que ciertos testigos hagan una comprobación
análoga y cabe esperar que se pongan de acuerdo una
vez que hayan cotejado sus observaciones.
Pero tal vez no podáis hacer una demostración
de la afirmación de que los hombres son iguales o
de que hay una identidad entre la verdad y la belleza, al
menos siguiendo un procedimiento semejante, y podéis
tener la absoluta seguridad de que, después de haber
argumentado tales proposiciones, una representación
de seres humanos, elegida al azar, no mostrará una
conformidad absoluta respecto de las mismas.
En general, el tipo de conocimiento que hemos denominado
cumulativo, es decir, el conocimiento científico,
es susceptible de esa clase de comprobaciones que permiten
que todos los hombres razonables y debidamente instruidos
se pongan de acuerdo acerca de su verdad o de su falsedad;
y el que hemos denominado no cumulativo, ni es susceptible
de una comprobación así ni permite que se
llegue a un acuerdo semejante.
De aquí que, como ya se afirmó anteriormente,
hayan sacado en conclusión algunos que el conocimiento
no cumulativo no tiene la menor utilidad por no ser realmente
conocimiento, por carecer de significado y, sobre todo,
por -no producir ningún efecto real sobre la conducta
humana.
Este tipo de gentes suelen considerarse a sí mismas
como realistas empedernidos, como personas de sensibilidad
suficiente para saber a qué es a lo que el mundo
se asemeja en realidad.
En verdad, son más bien gentes equivocadas, con tanta
estrechez de miras como los más ingenuos de los idealistas
que condenan.
Pues una proposición como la de que "todos los
hombres son iguales por nacimiento" significa, al menos,
que alguien desea que todos los hombres sean, en ciertos
aspectos, iguales.
Expuesta en la formula "todos los hombres deben ser
iguales", la proposición constituiría
abiertamente lo que llamamos un ideal.
Para el historiador de las ideas, esta confusión
entre el debe y el es se convierte en otro de los hábitos
del pensamiento humano que conviene rehuir.
Aparte de esto, comprobará que el debe y el es se
influyen mutuamente, y no son independientes entre sí,
ni recíprocamente contradictorios (al menos, con
mucha frecuencia), sino que constituyen partes de un proceso
total.
Realmente, comprenderá que los esfuerzos para -salvar
el abismo entre lo ideal y lo real, entre el debe y el es,
constituyen uno de los principales motivos de interés
que brinda la historia de las ideas.
El abismo jamás ha sido salvado, como es natural,
ni por los idealistas que niegan el es ni por los realistas
que niegan el debe.
Los hombres no se comportan de acuerdo con los ideales que
profesan, ni se atienen en sus actos a las consecuencias
lógicas (racionales) de éstos; en este aspecto,.
el realista se apunta un tanto.
Pero esos ideales que profesan no carecen de significado,
y el pensar acerca de los ideales no es una actividad tonta
e ineficaz, que para -nada influya en sus vidas.
Los ideales, al igual que los apetitos, ponen en acción
a los hombres; aquí se marca su tanto el idealista.
Hoy por hoy, en el mundo , estamos quizá más
propensos a vernos descarriados por el error del realista
que por el -Idealista, aunque en el transcurso de nuestra
historia hemos sido seducidos por muchos ideales.
El estudio de la historia de las ideas debiera, una vez
más, ayudarnos a comprender el porqué de ello.
Pero de momento podemos contentarnos con la observación
de que en la historia del hombre no existen hechos importantes
que no estén en alguna manera relacionados con las
ideas, de la misma manera que no hay ideas importantes que
no estén en conexión con los hechos.
Ese
debate, tan favorito, tanto de los izquierdistas como de
sus adversarios, acerca de si los cambios de tipo económico
son o no más fundamentales que los demás,
no tiene sentido desde un punto de vista lógico.
Ningún ingeniero industrial soñaría
en discutir si es la gasolina o la chispa la que hace que
ande un motor de combustión interna, dejando aparte
qué fue primero, si la gasolina o la chispa.
Ningún historiador de las ideas necesita ponerse
a discutir si son las ideas o los intereses los que mueven
a los hombres en sus relaciones sociales, ni cuáles
son primero.
Tanto sin gasolina como sin chispa no hay motor que ande;
tanto sin ideas como sin intereses (o apetitos, o impulsos,
o factores materiales), no hay vida, no hay una sociedad
humana operante, y no hay historia de la Humanidad.
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