ALGUNOS TIPOS DE HISTORIA DE LAS IDEAS
Hemos
llegado a tener, en el siglo xx, un registro impreso tan
completo de lo que han realizado y dicho los seres humanos
en el pasado (registro formado tanto por los documentos
originales como por los comentarios que sobre los mismos
han realizado generaciones sucesivas de críticos
y de historiadores), que no hay nadie capaz ni siquiera
de leerse una porción regular de lo que guardamos
en nuestros archivos.
Una vida entera no bastaría para leer todo lo que
poseemos en cuanto a escritos de autores griegos y de obras
sobre los mismos.
El que escribe sobre historia y, del mismo modo, el que
la lee, tiene que escoger y seleccionar entre este inmenso
cúmulo de escritos.
Es algo que no por sabido tiene menos importancia.
El problema crítico es que todos nosotros tenemos
que afrontar es el de cómo elegir, el de cómo
diferenciar lo importante de lo insignificante, y el de
cómo reconocer lo importante cuando nos topamos con
ello.
Una contestación completa a tales preguntas exigiría
un libro entero acerca de la metodología de la historia;
aquí no podemos pretender más que justificar,
a grandes rasgos, el sistema que hemos seguido en este libro
para elegir.
Pero empezaremos por examinar algunos otros sistemas posibles,
que hemos dejado de lado.
Un sistema plausible para elegir, sistema que goza de gran
popularidad actualmente en algunos países es el de
escoger lo que se supone que está vivo hoy en día
para nosotros, prescindiendo de lo que se supone que está
muerto.
Se piensa que aquello es lo importante, mientras que esto
carece de interés, salvo para el pedante y el especialista:
en consecuencia, vayamos, sea como sea, al "pensamiento
vivo" de Platón, y no a esa parte de su pensamiento
que sólo tenía aplicación para los
griegos de su época.
La dificultad estriba en saber que se quiere dar a entender
por vivo al establecer tal contraposición, y si lo
que se quiere significar es "aceptado como verdadero
por la inmensa mayoría de la gente".
En tal caso, puede argüirse que todo lo que necesita
saber el físico a propósito de la física
es aquella parte de la misma que todavía se sigue
aceptando cómo verdadera.
Y, sin embargo , o hasta el mismo científico puede
aprender mucho de la historia de la ciencia: puede aprender
con qué facilidad cabe cometer errores, y qué
difícil es introducir innovaciones acertadas, hasta
en un campo como éste.
Y puede aprender que la ciencia no es una torre de marfil,
sino una parte del total de la vida humana.
No obstante, la física es un ejemplo claro de conocimiento
enmulativo.
Platón no era físico, sino filósofo,
y los principales problemas de que se ocupaba eran los referentes
a la vida recta y a la vida injusta, a la existencia de
Dios, a la inmortalidad del alma, a la relación que
existe entre la permanencia y el cambio, y a otros muchos
de esta índole.
Son estos asuntos propios del conocimiento no cumulativo,
sobre los cuales no es fácil, ni mucho menos, decidir
qué es lo que hoy en día aún es vivo
y verdadero, y lo que ya resulta falso y muerto.
Es
un hecho comprobado por la experiencia el de que los lectores
de nuestro siglo xx piensan que lo que Platón escribió
constituye sublime sabiduría, mientras que otros
opinan que todo es de una estupidez supina, con muchas variantes
entre ambos extremos.
A veces, los que hablan de recoger del pasado sólo
lo que está vivo hoy parecen querer identificar con
vivo lo que les resulta familiar, y con muerto lo que para
ellos es extraño .
Tomemos, por ejemplo, una tragedia griega clásica,
la Antígona, de Sófocles.
La tragedia tiene por tema los esfuerzos de Antígona
para conseguir que se hagan conforme al ritual debido los
funerales del cadáver de su hermano Polinice, ejecutado
por haberse rebelado contra Creón, que es la autoridad
jurídica de Tebas.
Creón, que sostiene que el hado de Polinice debe
exhibirse como ejemplo de lo que ocurre a los rebeldes y
a los que conculcan la Ley, deniega el permiso para el funeral,
y cuando Antígona realiza un intento patético
para que tenga lugar éste conforme a los ritos, la
condenan a muerte.
Pues bien: el carácter universal, y las posibilidades
de aplicación a seres humanos como nosotros mismos,
de la lucha entre Antígona y Creón, están
bastante claros.
Antígona opone su propio sentido de lo justo y de
lo injusto contra los mandatos del sistema legal bajo el
que vive.
Sin embargo, hay quienes mantienen que lo que excita su
sentimiento de lo justo y de lo injusto-el trato dado al
cadáver de su hermano-resulta tan extraño,
y hasta tan desprovisto de sentido, para el ciudadano moderno,
que éste perderá toda la enjundia del drama
si no se le explica con todo cuidado en qué consiste.
De acuerdo con estos críticos y maestros, no se podrá
vivificar para nosotros la obra maestra de Sófocies,
a no ser que se explique concienzudamente que Antígona
era en realidad una especie de Thoreau o de Gandhi, que
cometió un delito de "desobediencia civil".
Pero, desde luego, no era nada de esto, sino una doncella
griega de la edad de oro de Grecia, profundamente conmovida
por ciertas nociones de lo que es la dignidad humana, a
las que en parte, somos completamente ajenos nosotros.
Ahora bien: lo que nos resulta ajeno de Antígona
es precisamente lo que para nosotros tiene más importancia.
La historia-incluso la de las ideas es útil sobre
todo porque nos arranca del marco estrecho y limitado de
nuestras propias vidas, haciéndonos saber qué
extraordinaria amplitud ha tenido la experiencia humana,
qué compleja es la que tan descuidadamente hemos
rotulado "naturaleza humana", en qué medida
los hombres son semejantes y desemejantes, y hasta qué
punto se pueden o no predecir sus actos.
Si, como principio para escoger en el tumulto de los hechos
históricos, tomamos el de lo familiar, el de las
cosas que encontramos menos difíciles de aceptar
como humanas, reduciremos considerablemente el valor de
cualquier estudio que intentemos del pasado.
Si nuestro conocimiento de los hombres y de las mujeres
fuese verdadera y sencillamente cumulativo, como lo es el
de la física, podríamos conservar las partes
vivas de los archivos del pasado y rechazar las muertas.
Pero nuestro conocimiento de los hombres y de las mujeres
no es cumulativo, y no podemos recurrir a ningún
principio sencillo de elección entre lo vivo y lo
muerto, entre lo valedero y lo no valedero, entre lo importante
y lo no importante.
Y el caso es que siempre habrá que elegir, y todo
el que escriba o lea historia tendrá que pronunciarse
en uno u otro sentido.
Pero
convendría que la elección se hiciese siempre
con un criterio de amplitud, utilizando la mejor contrastación
que quepa, y no una elección determinada por un sistema
cerrado, sea el que sea, de ideas.
Una historia del pensamiento democrático no debiera
pasar por alto el pensamiento antidemocrático.
Otro principio más de elección, al menos en
la historia de las ideas, pudiera ser el de tomar las figuras
que la opinión general de la gente cultivada de nuestros
días ha caracterizado como clásicos del pensamiento
y de la pluma, para presentar un bosquejo todo lo claro
y sucinto posible de lo que escribieron.
Merece la pena que se haga una labor así; en realidad
ya se ha hecho, y con bastante acierto.
Pero no es esto lo que nosotros entendemos en este libro
por historia de las ideas, sino más bien una historia
de la filosofía, de la literatura o de la teoría
política.
Lo que nosotros entendemos, en cambio, por historia de las
ideas es algo más y algo menos que un registro de
las realizaciones a que han llegado las grandes inteligencias
en las ramas 'del saber no cumulativo.
Es algo más, en el sentido de que se trata de encontrar
la manera en que los hombres y mujeres completamente corrientes
(no los genios, no los escogidos) sintieron, pensaron y
actuaron; es menos, en el sentido de que, so pena de extendernos
hasta lo infinito, no se puede analizar exhaustivamente
el pensamiento formal de los grandes pensadores de segundo
orden de la manera que tal pensamiento suele ser analizado,
desde un punto de vista técnico o profesional, en
los típicos manuales de filosofía, de arte
y de literatura.
Nos interesa menos el pensamiento de Platón, en y
de por sí, que el alcance que ha tenido dicho pensamiento
en cuanto parte de la manera de vivir griega, y en la medida
en que se ha opuesto a ese modo de vida o en que ha sido
aceptado por la gente instruida corriente de otras sociedades
posteriores.
Por último y damos aquí en el problema más
espinoso de todos, existe un tipo de selección entre
los casi infinitos detalles del pasado, que consiste en
arreglarnos de una manera determinada, con vistas a poder
probar alguna cosa.
Todos los historiadores disponen, de hecho, sus materiales,
en forma tal que puedan llevar al lector a creer que son
ciertas determinadas proposiciones-proposiciones que, con
frecuencia, son de mucho calibre y muy filosóficas
sobre el hombre y su destino.
George Baneroft, en su historia de los Estados Unidos, se
sirvió de los hechos que había seleccionado
para demostrar que ellos los norteamericanos, son el pueblo
escogido de un verdadero Dios democrático, y que
nuestro destino manifiesto es conducir al mundo hacia una
vida mejor.
El filósofo inglés del siglo XIX Herbert Spencer
descubrió que la historia nos presenta al hombre
en un progreso ascensional desde las sociedades guerreras,
caracterizadas por la competencia, a las pacíficas
sociedades industriales, basadas en la colaboración.
La historia forma todavía parte. y puede que siga
siendo así eternamente, más bien del conocimiento
no cumulativo que del enmulativo.
Algunos de sus métodos de investigación, sus
procedimientos para decidir el grado de confianza que se
puede conceder a la evidencia, son realmente científicos
o cumulativos.
Pero.
más pronto o más tarde, el historiador tropieza
con el problema de qué es lo que significa esa evidencia
en función de las afecciones y de los ojos , de las
esperanzas y de los temores humanos; más pronto o
más tarde establece juicios de valor, decide sobre
lo bueno y sobre lo malo, introduce una finalidad.
La ciencia, en cuanto ciencia exclusivamente, no hace nada
de esto, sino que se limita a establecer generalizaciones
o leyes con un substrato descriptivo, formativo.
Este trabajo encierra una jerarquía de valores, una
tesis, una explicación del curso de los acontecimientos
humanos, que quedarán científicamente definidas
para los que lo sigan hasta el fin.
Podemos anticipar y decir aquí brevemente, demasiado
brevemente para que resulte del todo claro, que este libro
tratará de demostrar que, el curso de los últimos
dos mil años, los. intelectuales de Occidente han
contribuido a levantar elevados arquetipos de una vida ,
y de una conducta racional; que en los últimos trescientos
años , y especialmente a través de las doctrinas
de progreso y democracia, se ha ido difundiendo la noción
de que todo el mundo, aquí ahora, sobre nuestro planeta,
puede, o debe, esforzarse en vivir conforme a estos arquetipos
y ser feliz; que las dos guerras mundiales que se han producido
en nuestros tiempos y los males que se han acompañado,
esa gran depresión a que han dado origen, otros muchos,
han hecho que se les antoje probable a muchas reflexivas
el aplazamiento, si no el abandono total, de esta vida democrática;
que la explicación más plausible que puede
deberse al relativo fracaso de los ideales de democracia
y de progreso de la sobre estimación que sus corifeos
han hecho de su racionalidad, de las posibilidades del pensamiento
analítico del hombre medio; que, en consecuencia,
todo el que esté integrado en el destino del hombre
debiera estudiar con exquisito en dado la forma real en
que los hombres se comportan, las -relaciones entre sus
ideales y sus actos, entre sus palabras y sus hechos; y,
por último, que esta relación no es esa relación
simple, directa y lógica que se nos ha enseñado
a, creer que es a la mayor parte de nosotros.
A todo lo largo de este trabajo se va formulando un problema
realmente gravísimo, un problema que preocupa hoy
en día seriamente a todo el que tiene a no que ver
con las relaciones entre los hombres.
Se trata de un problema que encontraréis en lo más
temprano de la historia intelectual de Occidente, entre
los griegos del siglo V a. de J. C.; de un problema que
va ya presupuesto en la distinción que hacemos entre
el conocimiento cumulativo y el no cumulativo.
Concedamos que la ciencia, es decir, el conocimiento cumulativo,
puede decirnos en muchos casos concretos qué es lo
que es verdad y qué es lo que es falso; qué
es, incluso, lo que "funcionará" y lo que
no.
¿Existe algún conocimiento digno de crédito
que nos permita saber qué es lo que es bueno y qué
es lo que es malo?
¿Existe una ciencia, o un conocimiento, de las normas?
¿O bien los llamados generalmente juicios de valor
(no podemos aquí adentramos en las profundidades
que exigiría una consideración rigurosa de
este término) son en el fondo imposibles de valorar
mediante el instrumento de nuestro pensamiento?
Pues bien: está completamente claro que en materia
de bondad y de maldad, de belleza y de fealdad, los hombres
de Occidente no han alcanzado de hecho ese tipo de coincidencia
al que han llegado en asuntos de ciencia natural.
Existe,
empero, una intensa corriente ¿'dentro de la tradición
de Occidente", de negativa a aceptar esa tesis, que
ha germinado de cuando en cuando en la historia occidental,
desde los sofistas hasta los positivistas lógicos,
de que no tiene sentido alguno el razonar acerca de la moral
y de los gustos del hombre, o acerca de sus deseos.
A pesar de dichos populares tales como el de "sobre
gustos no hay nada escrito", y de afirmación
como la de "la fuerza de la ley", el hombre de
Occidente rechaza la teoría de que los valores no
son más que el resultado fortuito de los deseos humanos
en conflicto.
Y esta repulsa es de por sí un hecho de la mayor
importancia.
En este trabajo tratamos , no de eludir la gran cuestión
de la existencia de un conocimiento normativo de los valores,
sino de estimular al lector para que ejercite su propio
pensar sobre la cuestión.
El autor se ve obligado a confesar que su pensamiento ha
avanzado considerablemente hacia la creencia de que los
juicios de valor no pueden ser jerarquizados sólidamente
para el hombre occidental, salvo que se haga intervenir
esa actividad humana que, generalmente, denominados fe.
Los hombres pueden creer, y creen, que Bach es un compositor
mejor que Offenhach, tan firmemente como creen que el monte
Everest es el más alto del mundo .
No podemos aquí intentar sino rozar la superficie
de esas cuestiones que los juicios normativos nos plantean.
Está claro que no nos servimos del mismo criterio
al iuzgar la relación que existe entre la música
de Bach y la de Offenbach que al examinar la relación
que pueda haber entre la altura del Everest y la del monte
Washington.
Para decidir este último problema, la mayor parte
de nosotros acudiría a un buen libro de- consulta
y aceptaría su autoridad, en vez de intentar medir
por nuestros propios medios dichas alturas.
Tal empleo de la apelación a la autoridad en una
cuestión de hecho (en cierto sentido, "de ciencia")
es aducido con frecuencia por los que defienden la validez
de los juicios normativos en la ética, en la estética
y en otros terrenos, los cuales nos instan a que aceptemos
la autoridad de la Iglesia cuando se trata la existencia
de Dios.
Si empleo del principio convenientemente aceptados como
válidos medida de las dos monta por ejemplo, en lo
que respecta a cierta diferencia sobre los dos casos.
Las Personas convenientemente aleccionadas podrán
seguir el razonamiento por el que los teólogos demuestran
la existencia de Dios; pero encontrarán otros muchos
razonamientos contradictorios . entre los cuales habrá
algunos que culminen en la demostración de que Dios
no existe.
Así, la razón no es ni mucho menos inútil
en lo que respecta a los problemas de valor.
Puede hacer mucho; sobre todo, puede convencer y enseñar
al hombre.
Pero no puede llevar a buen término la imposible
tarea de eliminar lo que para el racionalista puro constituye
lo más perverso del hombre: la convicción
de cada uno de que, pasado cierto nivel irreducible, ya
no es como los demás hombres, sino que tiene una
voluntad, una personalidad propia.
Y de que, llegado a cierto punto, debe recostarse en la
fe, en la "evidencia de las cosas no vistas".
ANGEL PEREZ PARDELLA LUCHESSI
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