Cuando la corrupción está muy extendida en todas las esferas
del Estado, cuando su cuadro administrativo en general ha perdido la noción
de la ética en el ejercicio de la función pública,
porque el interés privado de los funcionarios se sobrepone al interés
colectivo de los ciudadanos, es común el florecimiento de conductas
delictivas y hechos de corrupción que se producen por el abuso del
poder y el manejo arbitrario y discrecional de los recursos y bienes públicos.
Por otro lado, cuando la impunidad se ha instalado en una sociedad, es
porque ella carece de una cultura general de respeto a las normas y en
ese medio no existen casi expectativas de sanción para quienes delinquen
o cometen actos de corrupción en la función pública
o en cualquier ámbito. La corrupción pública está
amparada. Protegida por una justicia incapaz de investigar y castigar ejemplarmente
al corrupto y al corruptor y por una sociedad que exhibe una actitud pasiva,
complaciente o connivente con la corrupción. El funcionario desleal,
deshonesto, incompetente e ineficiente, tiene la cuasi certeza de que ni
el sistema judicial ni el sistema social están en condiciones de
sancionarlo, porque tiene el amparo del poder político.
La gravedad de este círculo vicioso, corrupción-impunidad,
es más notoria cuando involucra a personas que ejercen elevadas
funciones en la administración del Estado y que tienen poder de
decisión en sus respectivos ámbitos de acción. Más
aun, cuando se trata de funcionarios que están nada menos que en
los cargos de control, fiscalización y defensa del patrimonio público
y social, como son el Contralor General de la República, el Fiscal
General del Estado, el Procurador General o los miembros del Tribunal de
Cuentas. Entonces surge la pregunta inevitable: Si los contralores de la
gestión estatal abusan de sus cargos y se corrompen, ¿con
qué autoridad moral pueden controlar y/o denunciar la corrupción
de los demás órganos del Estado y de los particulares? ¿Quién
controla su gestión y los sanciona cuando se apartan de la ética
pública y transgreden sus responsabilidades constitucionales y legales?
A esta situación se refería Grondona hace unos años
cuando se interrogaba: "¿quién custodia a los custodios?".
Si
los contralores de la gestión estatal abusan de sus cargos y se
corrompen ¿con qué autoridad moral pueden controlar y/o denunciar
la corrupción de los demás órganos del Estado y de
los particulares? ¿Quién controla su gestión y los
sanciona cuando se apartan de la ética pública y transgreden
sus responsabilidades constitucionales y legales? "¿quién
custodia a los custodios?".
Este es el panorama de la corrupción en el Paraguay. Aquí
las conductas de funcionarios de todos los niveles y autoridades de gobierno
y de Estado son puestas en tela de juicio, sus gestiones están sospechadas
o denunciadas por hechos de corrupción y, sin embargo, siguen en
sus cargos. No renuncian ni son removidos.
En este escenario, desde hace cuatro meses, el contralor general Daniel
Fretes Ventre está en el ojo de la tormenta, no por sus denuncias
contra los corruptos sino por las gravísimas acusaciones e indicios
de corrupción en el desempeño del cargo que le afectan a
él mismo y por los que, finalmente, ha sido incluido, junto con
algunos familiares más cercanos, en un proceso por delitos de coacción,
extorsión, lavado de dinero, evasión de impuestos, asociación
criminal, entre otros hechos punibles.
Expectativa
defraudada
La Contraloría heredada del stronismo, que sobrevivió hasta
la reforma constitucional de 1992 como parte de la institucionalidad autoritaria,
fue una simple dependencia del Ministerio de Hacienda, sin autonomía
ninguna. Encajaba perfectamente en el anterior esquema de dominación
autocrática, con nulo control de la gestión estatal.
El nuevo órgano contralor de la República, instituido con
rango constitucional por los constituyentes, fue dotado de autonomía
funcional y administrativa y amplias facultades de control y fiscalización
de las actividades económicas y financieras del Estado. En agosto
de 1995, el nombramiento por el Congreso Nacional de las nuevas autoridades
de la renovada Contraloría General, entre reconocidos profesionales
de la oposición, fue percibido como un significativo avance de la
transición democrática en la búsqueda del control
real de los poderes del Estado y de la transparencia en el gobierno.
Desde su primer año de gestión, 1996, la Contraloría
se destacó por hacer pública su evaluación de la magnitud
económica de la corrupción estatal investigada por el organismo.
Año tras año fue un formidable instrumento de denuncia y
de concientización ciudadana acerca del impacto negativo del flagelo
en la sociedad.
El que la justicia no castigue a los grandes corruptos del ámbito
privado, no disminuye la gravedad de la corrupción pública
ni la necesidad de que se denuncie y combata a los funcionarios y políticos
deshonestos y venales, y cuanto más encumbrados con mayor razón.
Todo este impulso y esfuerzo de los primeros tiempos para proyectar una
institución seria, honesta, eficiente, rigurosa e implacable con
los corruptos, se empezó a desmoronar, cuando hace algunos meses
saltaron a la luz pública las primeras graves acusaciones contra
la conducta de su máxima autoridad (mucho antes habían circulado
versiones respecto a los manejos internos del contralor, pero nunca se
habían hecho públicas).
Desde entonces, la imagen de la Contraloría empezó a ser
severamente afectada por el silencio del señor Daniel Fretes Ventre
ante las denuncias sistemáticas aparecidas en la prensa y su negativa
a comparecer ante comisiones parlamentarias que lo citaron para que hiciera
su descargo. Aun a costa de dañar gravemente el prestigio y la credibilidad
de la institución, no solo se mantuvo en silencio sino que permaneció
aferrado al cargo, argumentando inmunidad constitucional para evitar ponerse
a disposición de la justicia.
En este contexto, las resoluciones adoptadas por el contralor en los últimos
meses, en el sentido de auditar la gestión administrativa de varios
años de la Fiscalía General del Estado (órgano que
pidió su procesamiento) y del Tribunal Superior de Justicia Electoral,
entre otros, no pudieron ser percibidas sino como acciones de venganza
y no de control por parte del funcionario contra quienes considera sus
"enemigos". Al punto que la Justicia Electoral ha objetado e impugnado
su resolución, restándole idoneidad moral y legal, en tanto
él mismo está siendo investigado por enriquecimiento ilícito.
Intereses
creados
Cualquiera sea la perspectiva que se adopte para analizar la situación
que involucra al funcionario; cualquiera sea el resultado que tenga la
investigación judicial en la que hoy se encuentra como procesado
por resolución del Tribunal de Apelación del Crimen; existan
o no los votos necesarios en la Cámara Baja para iniciarle un juicio
político que juzgue su desempeño en el cargo, dos conclusiones
se imponen:
a.
El caso es emblemático del estado de corrupción que vive
el país, porque afecta al titular del principal órgano de
control del Estado y por el cúmulo y la gravedad de los cargos en
su contra. Junto con otros casos, como el del ex presidente del IPS, Darío
Filártiga, también bajo proceso, y el del intendente de Asunción,
Martín Burt, con pedido de intervención de su administración,
reflejan el perfil de un Estado debilitado por la corrupción, cuya
característica central es la falta de idoneidad y de moralidad de
sus políticos y funcionarios. Un Estado sin capacidad
de autocontrol y sin control social.
b.
Las denuncias contra Fretes Ventre no serían menos graves
si se fundaran en una venganza política, como señalan sus
defensores. Es más, es altamente probable que detrás de las
acusaciones públicas muy bien documentadas contra el mismo, exista
una tupida red de intereses creados afectados por sus actuaciones al frente
de la Contraloría. De hecho, no fueron pocos los altos burócratas
de todos los gobiernos de la transición y grupos económicos
poderosos amparados por el poder de turno, que fueron investigados por
el organismo y denunciados por escandalosos fraudes contra el patrimonio
público y por delitos económicos que afectaron a particulares,
que siguen en la impunidad absoluta. Por ejemplo, no existe una sola sentencia
judicial en los grandes casos de corrupción financiera denunciados
por la Contraloría y, sin embargo, ya existen absoluciones.
No obstante la paradoja de que no esté preso un solo "pez gordo"
del sector privado y que las denuncias contra el contralor se usen presuntamente
como instrumento de venganza por su gestión, no se puede simplemente
desconocer. Se producen en un escenario donde se conjugan bajos niveles
de credibilidad y confianza en las instituciones y en la integridad de
las autoridades en general; precisamente y como derivación de este
caso, un legislador ha denunciado la reaparición del soborno en
la Cámara de Diputados, para la compra-venta de votos de legisladores,
en contra (o por la abstención) del juicio político al contralor.
Pero por sobre todo, el que la justicia no castigue a los grandes corruptos
del ámbito privado, no disminuye la gravedad de la corrupción
pública ni la necesidad de que se denuncie y combata a los funcionarios
y políticos deshonestos y venales, y cuanto más encumbrados
con mayor razón. Porque como decía Mariano Grondona:
"Mientras los actos de corrupción que ocurren en el sector privado
pueden ser controlados o castigados por el Estado, ¿quien podría
controlar o castigar al Estado? Si los mecanismos del Estado están
infiltrados por la corrupción, el sistema queda sin apelaciones...."
/1.
1.
Grondona, Mariano. La corrupción. Buenos Aires. Planeta. 1993 (tercera
edición). p.20
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