Con la expresión lugares comunes se entienden hoy, en el uso corriente,
afirmaciones, argumentos y juicios que de tan repetidos, se dan por descontados
y ordinarios.
En su equivalente griego, el término fue utilizado por primera vez
por Aristóteles para indicar aquellos principios fundamentales,
los refranes, por ejemplo, a través de los cuales, en el diálogo,
es posible convencer a alguien, pero sobre los cuales, sin embargo, no
se puede erigir ninguna ciencia. Estos eran para él los lugares
comunes.
Y así, el hecho de que no fundasen una verdadera ciencia condujo
a su progresivo menosprecio.
La
lógica del mercado
No es éste el espacio oportuno para desarrollar un discurso acerca
de los lugares comunes y acerca de la necesidad de someter a verificación
las varias afirmaciones y juicios por los cuales somos bombardeados continuamente.
Las artes ocultas de la persuasión, cada vez más sofisticadas,
hacen que sea siempre más difícil sustraerse a las leyes
de un mercado que invade también los espacios más íntimos
y sagrados del hombre para imponer de vez en vez, como verdad a la que
no nos podemos sustraer, la última novedad de una cadena de producción
que lo que pretende es alcanzar el máximo de provecho.
Las
artes ocultas de la persuasión, cada vez más sofisticadas,
hacen que sea siempre más difícil sustraerse a las leyes
de un mercado que invade también los espacios más íntimos
y sagrados del hombre.
Ya no existe nada que pueda sustraerse a esta envolvente lógica
de mercado. El drama es que, detrás de esta repetición de
lugares comunes, desaparece cada vez más la capacidad de encontrar
de nuevo los fundamentos críticos, las preguntas simples y esenciales,
como aquel “libro de los por qués”. De este modo el hombre ya no
se nutre más de la búsqueda apasionada y sufrida en su viaje
hacia la verdad, sino que se nutre de lugares comunes, respuestas comunes,
alimentos comunes, que cuanto más comunes son en el sentido de vacío,
insignificante, descontado, más vienen promocionados como nuevos,
raros, últimas conquistas, exóticos, indispensables. Como
si todo lo nuevo fuese verdadero y todo lo ya conocido, fuese falso.
La
obsesión de la novedad
El drama de nuestro tiempo es que se ha roto aquella relación entre
la memoria y el futuro que permitía a S. Agustín hablar de
una “hermosura antigua y siempre nueva”.
Si es verdad, como varias veces ha repetido Juan Pablo II, que “sin memoria
no hay futuro” es verdad igualmente que la memoria no es el recuerdo que
nos encierra en el pasado y nos hace nostálgicos de un tiempo que
no es el nuestro y que no volverá más.
La memoria no nos permite la ingratitud hacia quien, en el bien y en el
mal, nos ha entregado una herencia con la que tenemos que confrontarnos.
Pero, esta memoria no nos hace detener en los recuerdos, no nos encierra
en el pasado, no nos ofrece el olvido del presente, no nos hace irresponsables
hacia el futuro.
La
misión de la Iglesia, para continuar siendo misión de Cristo
tiene que liberarse de todo lugar común, de la repetición
automática e impersonal de palabras pasadas o contemporáneas,
y someter a continua crítica purificadora su lenguaje y su vida.
En un estimulante ensayo sobre nuestro tiempo como tiempo de la ingratitud,
Alain Finkielkraut, retomando un artículo aparecido en Le Monde,
hablaba de aquel que puede ser el prototipo del hombre moderno: “Habla
contemporáneo. Piensa contemporáneo. Vive contemporáneo.
Respira contemporáneo. Se expresa en un idioma de su tiempo, acerca
de los problemas de su tiempo, con las palabras y las ideas de su tiempo”
Surge espontánea la pregunta sobre dónde se ubica la memoria
en esta auténtica obsesión por la contemporaneidad.
Si vemos la televisión o leemos los periódicos, si seguimos
el inexorable correr de las noticias en nuestro internet, donde en tiempo
real tenemos el cuadro completo de todos los hechos que se suceden en nuestro
planeta; y si nosotros no cultivamos el sentido del distanciamiento de
la contemporaneidad y la crítica del lugar común, enloquecemos
con el enloquecer del mundo.
Haber asumido el sondeo de opinión como criterio de verdad comporta
retornos y abandonos, y nos echa al vertiginoso suceder de declaraciones
y contradeclaraciones, que nos hacen vivir en un mundo “pirandeliano” en
el cual la misma persona es contemporáneamente uno, nadie, o cien
mil. Y nosotros, si echamos la memoria a un pozo y la matamos en él,
nos desintegramos en cien mil fragmentos.
Nietzsche, que con mucha razón es visto como profeta de nuestro
tiempo, identifica en el conflicto entre memoria y orgullo la desintegración
del ser, la muerte de Dios, el reino de la nada.
Escribía Nietzsche: “Yo he hecho esto, dice la memoria. Yo no puedo
haber hecho esto, dice mi orgullo y se queda inamovible”. Al fin es la
memoria que se rinde .
Misión
y lugares comunes
La misión de la Iglesia hoy está sometida a un fuego concéntrico
de lugares comunes.
Son los lugares comunes de quien, desagradecido hacia la memoria, se forja
ilusiones de poder partir de un mítico punto cero, de una palabra
o un evangelio “químicamente puro”, como si nos encontrásemos
en un tiempo que comienza con nosotros, sin historia y sin raíces.
Es el ilusorio repetirse del encuentro con el bon sauvage siempre buscado
y nunca encontrado, en un Eldorado o una tierra sin mal que nos libera
del peso del compromiso en la tierra donde nos encontramos. Es el orgullo
desmesurado de creernos nosotros el hombre nuevo, la nueva humanidad, sin
manchas y sin arrugas, jóvenes y siempre contemporáneos de
cada hombre, como los demás, aunque trasudamos por cada poro de
nuestra piel la diversidad de nuestros orígenes naturales y culturales.
Pero, lugares comunes son también aquellos de quien rehusa vivir
este tiempo con estos hombres, con los cuales hay que recomenzar siempre
la aventura del encuentro, y se refugia en el recuerdo de un pasado donde
todo se encuentra mitologizado y todo incorrupto.
La misión de la Iglesia, para continuar siendo misión de
Cristo, hijo de Dios e hijo del hombre, tiene que liberarse de todo lugar
común, de la repetición automática e impersonal de
palabras pasadas o contemporáneas, y someter a continua crítica
purificadora su lenguaje, sus expresiones, su vida, su continuo realizarse.
Crítica, en su sentido etimológico, quiere decir distinguir,
juzgar. Ahora bien, la misión debe acompañarse con el arte
del continuo juzgar. Ella, como decía ya Pablo VI en la Evangelii
nuntiandi, debe saber “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio
los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés,
las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos
de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de
Dios y con el designo de salvación” (EN 19).
El
criterio de la cruz
Analizando nuestra sociedad, el padre de la sociología en Italia,
Franco Ferrarotti, en su último ensayo, escribe que el pensamiento,
el lenguaje, el actuar del mundo de hoy se va caracterizando cada vez más
como pensamiento donde un Absoluto impersonal se encuentra con la impersonalidad
de los mecanismos de la automatización. En su huida hacia un optimismo
adolescente, en las regiones indistintas de su irresponsabilidad, el hombre
moderno viene marcado por su incapacidad de comprender y de compararse
con el drama de la elección con el que tiene que confrontarse.
A este mundo, el grito del Cristo que muere, el grito de una persona que
sufre, que ha pasado a través de la noche del sudor de sangre, aparece
como el grito incomprensible de una fiera herida. Él no puede ser
comprendido, no entra en los esquemas refinados de cada racionalismo impersonal
y automático que tiende a lo máximo de la perfección
y que todo lo come y engloba en el sucederse de operaciones que marchan
a velocidad cada vez más vortiginosa .
La
memoria no nos hace detener en los recuerdos, no nos encierra en el pasado,
no nos ofrece el olvido del presente, no nos hace irresponsables hacia
el futuro
Desde una vertiente sociológica así se propone de nuevo aquello
que Von Balthasar, en un famoso ensayo teológico, llamaba el caso
más serio del mensaje cristiano: la cruz de Jesucristo.
La asunción de la cruz de Jesús, que es también la
cruz del mensajero del Evangelio, es el criterio de juicio sobre el cual
la misión de la Iglesia y los lugares comunes que la acompañan
tienen que confrontarse.
Todo
el resto puede tener valor propedéutico o valor de consecuencia.
Pero, es ella, y sólo ella, la única discriminante sin apelación
entre la misión de Jesús y nuestras misiones.
Ella nos libera de la tiranía de la búsqueda del número
y del consentimiento, porque nos pone dramáticamente frente al núcleo
ineludible, sobre el cual se confronta nuestra fidelidad al Evangelio.
La misión tiene necesidad, hoy como nunca, de ser liberada de toda
sumisión a otras potencias para hacer resplandecer, en la necedad
y locura de la predicación del Cristo crucificado, la sabiduría
y potencia de Dios que es la única que salva y libera al hombre
de todos los mecanismos anónimos, impersonales, globalizados que
lo tragan y desmenuzan y lo transforman en una cosa amorfa entre tantas
cosas sin nombre.
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