Marzo
se ha convertido el mes de la manifestación campesina; algo hay
en ella de procesión y de marcha, que la ciudadanía acompaña
con devoción y con aprensión. Desde hace unos años,
con puntualidad ritual, los campesinos vienen a la ciudad a exponer sus
necesidades, a reclamar sus derechos, incluso a pedir un “ayudo”. Los asunceños
simpatizan con ellos o los miran con indiferencia; a veces con hostilidad.
Nada de extraño; muchos asunceños mantienen fuertes lazos
de parentesco y de amistad con la sociedad rural; de ella procede un contingente
considerable de la actual población capitalina urbana, que no olvida
del todo sus raíces.
Los
campesinos, pues, vienen, se manifiestan, hablan y gritan más o
menos fuerte, pero al fin se vuelven. Para el gobierno terminó la
pesadilla; para la ciudadanía la curiosidad y un momento de preocupación.
Para los más, de nuevo el olvido de la cuestión.
En
busca del campesino paraguayo
Pero
al final, ¿quién es ese campesino paraguayo? Es curioso que
la misma prensa no tiene clara ni siquiera su denominación; tan
pronto los trata de “labriegos”, “trabajadores del campo”, “agricultores”
y a una clase de ellos, “los sin-tierra”. A veces se tiene la impresión
de que hay una verdad profunda —el campesino profundo— que estaría
en un lugar escondido, y los campesinos tienen bien guardada la entrada
a su secreto, que comparten apenas con personas de mucha confianza. Casi
todo lo que se dice en la radio y en la televisión, lo que aparece
en los periódicos, serían apenas palabras sin sustancia.
En
1682, fecha del primer recuento general de la población paraguaya,
el 71% de la población regional vive en los pueblos de indios y
en las Reducciones. En los años finales del siglo XVIII ocurre exactamente
lo contrario: el 75% de la población habita fuera de los pueblos
y reducciones indígenas.
Si
alguien, como yo en este caso, se interesa por saber quién es un
campesino, escucha de los propios compañeros un chake de alerta
como para no meterse en camisa de once varas; y de los mismos campesinos
—o de quienes con ellos más intiman— siente el reproche de que para
qué quiero saber.
Uno
sabe, sin embargo —o cree adivinar— que el Paraguay moderno se ha configurado
a partir del Paraguay rural. El Paraguay no puede, al menos por ahora y
todavía, prescindir de su campesinado, para entenderse a sí
mismo.
Por
otra parte, cuando se habla del campesino me llama la atención lo
poco que se tiene en cuenta algunos datos históricos como si se
diera por admitido que estos datos no pasan de mera curiosidad y anecdotario
erudito para gente que todavía pierde tiempo leyendo libros. Lo
que sería mi caso.
La
ruralización del Paraguay
Uno
de esos datos históricos llamativos es que el Paraguay sólo
pasó a ser mayoritariamente rural a finales del siglo XVIII. Sería
cuando, expulsos los jesuitas, se dispersan los guaraníes por ranchos
y estancias, al mismo tiempo en que la población española
del campo aumenta también demográficamente.
“En
1682, fecha del primer recuento general de la población paraguaya,
el 71% de la población regional vive en los pueblos de indios y
en las Reducciones. En los años finales del siglo XVIII ocurre exactamente
lo contrario: el 75% de la población habita fuera de los pueblos
y reducciones indígenas. Obviamente no todos son campesinos, pero
si descontamos una minoría de burócratas, altos personajes
del clero, comerciantes de cierto peso y un puñado de citadinos,
una abrumadora mayoría de ese porcentaje —unas 76.000 almas en 1799—
esta compuesta por campesinos” (Garavaglia 1983: 353). Y seguimos leyendo:
“En 1782 alrededor de las tres cuartas partes del total de la población
considerada española vive en los partidos de la campaña.
Estos son nuestros campesinos” (Garavaglia 1983: 354).
Estas
notas sobre el campesinado no pasan en realidad de un comentario de datos
investigados y presentados por uno de los más serios estudiosos
de nuestra sociedad histórica, Juan Carlos Garavaglia, especialmente
en su artículo: Campesinos y soldados: dos siglos en la historia
rural del Paraguay. incluido en el libro Economía, sociedad y regiones
(Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1987, p. 193-260)
El
Paraguay que describen los viajeros del siglo XIX es el del campo paraguayo,
en el que incluso las mayores agrupaciones humanas no pasan de humildes
villorios. En el quiebre del siglo XVIII para el XIX, Félix de Azara
en su Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata, de 1801,
escribe:
“Es
preciso confesar que los paraguayos y correntinos campestres son unidos
entre sí: que no hacen tantas muertes y robos; que son más
aseados en sus ranchos, teniendo más muebles; y finalmente no son
tan ladrones, borrachos y jugadores, sino conocidamente más económicos,
instruidos y aplicados”.
Para
quien viajaba por el Paraguay de finales del siglo XVIII y del tiempo del
Doctor Francia, el Paraguay se mostraba como una inmensa chacra por la
que se dispersaban los antiguos indios de los pueblos misioneros atraídos
por el discreto encanto de una vida que les parecía más libre
que la de sus antiguos pueblos caídos ahora en ruinas en manos de
administradores voraces y curas párrocos desorientados e impotentes.
Según
los documentos nadie en esa época definía al campesino paraguayo
por sus características biológicas de ser un mestizo o pertenecer
a una “casta”, sino por un estilo de vida y un modo de ser, ñande
reko.
El
campesino es ante todo un grupo doméstico en el cual se incluyen
la familia biológica, los parientes, los entenados y las personas
de servicio; el patrón y el criado “comen en la misma mesa o han
comido de la misma olla”. Y si han participado y si participan en la misma
mesa es porque han participado en el mismo trabajo aunque según
esfuerzos y roles un tanto diferenciados, naturalmente más duros
para el agregado y el peón que para el patrón y dueño
de casa.
Las
personas o “almas” de los grupos domésticos alcanzaba una media
entre 6,04 en La Cordillera y 6,70 en Pirayú.
Algunos
de los censos de la época, que Garavaglia ha desempolvado de nuestro
archivo Nacional de Asunción muestran como dato curioso que en muchos
grupos domésticos la jefe de familia es una mujer. En el valle de
Pirayú, por ejemplo, el 18,6% de los arrendatarios, es decir que
ocupan tierras que no les son propias, son mujeres. De estas un alto número
aparecen como “viudas”, que pueden serlo porque sus maridos han muerto
defendiendo la frontera o simplemente se han ausentado para nunca más
volver.
La
imagen de mujeres que se reúnen para las moliendas de la caña
de azúcar; van y vienen del mercado; elaboran y venden chipá
o cargan naranjas destinadas a otros puertos; que están, en fin,
en sus “negocios”, es una verdad histórica que va más allá
del mero cuadro folklórico.
En
el campo sin ser campesinos
La
vida rural del Paraguay, sin embargo, no está formada solo por campesinos.
En ella se incrustan, dominándola otros personajes. Y aquí
es necesario hacer un poco de historia. Después de un periodo de
expansión conquistadora la sociedad española del Paraguay
se había replegado sobre sí misma ocupando apenas las tierras
aledañas de Asunción. Los indígenas del Chaco hacían
frecuentes y atrevidas incursiones sobre las tierras ocupadas por los españoles.
Para ello fue necesario crear “presidios y fuertes” en la frontera. A estos
presidios estaban obligados a ir por su cuenta y riesgo los campesinos,
la mayoría de ellos españoles pobres que cuentan apenas con
un par de vacas lecheras, una yunta de bueyes y algunos pocos caballos.
Son, pues campesinos “soldados”, dependientes de hecho del sargento mayor
o capitán de los fortines cercanos a sus casas. Son estos oficiales
los que recibirán el título de Don.
Los
Don, los Karai son los que consiguieron ruralizar el Paraguay y volverlo
menos “civilizado”. Son estos los propietarios de la tierra, pero al mismo
tiempo los dignatarios y los privilegiados
Poco
a poco también aparecía una clase de campesino, menos numerosa,
pero también significativa que era el pobre.
El
valle de Pirayú se puede tomar como referencia ejemplar. El 15%
de las cabezas de la unidad domésticas recibe el título de
Don. Pero junto al Don, aparece ya otra categoría representa el
23% y que curiosamente empieza a ser mal vista por sus vecinos: “familias
sumamente pobres, haraganes y otros motivos sospechosos que contradicen
el buen vivir”. El campesino medio, ni rico ni pobre, forma de todos modos
la mayoría con el 62%.
En
la zona del Tebicuary, que abarcaba las localidades de Carapeguá,
Quindy, Ybycui las cifras eran casi las mismas: menos Don, (13%), más
pobres (25%), entre los cuales hay que situar los mulatos independientes,
que sin embargo no son los más pobres; y el campesinado medio en
la misma proporción de 62%. Es en esa zona donde se instalan las
estancias más seguras, protegidas por la retaguardia de Paraguarí
y contando hacia el este con los antiguos pueblos de Misiones, que poco
a poco se vuelven también estancieros.
Estas
estadísticas de 1714-1721, de dos regiones que se convertirán
en referencias tradicionales del Paraguay rural, analizadas en detalle,
como las presenta Garavaglia en un gráfico, apuntan ya al hecho
de que a la mayor concentración del latifundio le corresponde un
aumento de pobreza.
La
marcha hacia el norte
A finales
del siglo XVIII se estaba avanzando hacia el norte. Eran los oficiales
militares que se servían de los soldados, de sus campesinos —de
los Vagos sin tierra, según oportuno y significativo título
de la novela de Renée Ferrer (Asunción, Expolibro, 1999).
narración construida con personajes de esa época— para ampliar
la conquista y ganarles tierras a los indígenas. Ahora bien, quien
sostenía sobre sus hombros esa expansión era el campesino
más pobre.
De
ello se dio perfecta cuenta el jesuita P. Martín Dobrizhoffer cuando
escribía: “el peso de las molestias de la guerra se reparte sólo
sobre los pobres, pero a los ricos y a los nobles se les deja en sus casas
y negocio” (citado por Gareavaglia 1987, p. 229).
“El
campesino no se enfrenta con un explotador evidente (excepto en el caso
de la explotación y de la usura). ¿Cuál es el enemigo
de clase responsable de desvalorización de su trabajo? Esta situación
torna menos comprensible su miseria”.
Lógica
e ironía de esos movimientos: a medida que la línea fronteriza
fue avanzando, las nuevas tierras se fueron convirtiendo mayormente en
estancias y sólo secundariamente en chacras. Los ganaderos lucraban,
los campesinos se empobrecían.
Creo
que estos datos que estoy entresacando del artículo de Garavaglia,
provocarán en el lector resonancias, como las han suscitado en mí,
bastante significativas a la hora de querer entender características
y circunstancias del campesinado.
Karai
y gente rei
Quiero
insistir sobre un aspecto que veo poco reflejado en los estudios más
modernos sobre el campesinado paraguayo y que me parece muy relevante.
Me refiero a su relación de soldado respecto a los oficiales militares.
No es propiamente la dialéctica entre el señor y el esclavo;
lo que produce otro tipo de dialéctica que es la del Estado y la
sociedad.
Por
caminos aberrantes el Estado se reproduce casi exclusivamente a través
de los Don, los Karai, que son los que consiguieron ruralizar el Paraguay
y volverlo menos “civilizado”. Son estos los propietarios de la tierra,
pero al mismo tiempo los dignatarios y los privilegiados.
El
drama consiste en que ese campesino, español empobrecido —gente
rei, como la definía el Dr. Rafael Eladio Velázquez, con
buen conocimiento de la documentación histórica— no amaga
ni siquiera una rebelión contra el sistema que le oprime, ni mucho
menos una revolución, sino que aspira más bien a participar
de él, mediante el acceso a una tierra propia en la que no solamente
cultivar sino también ser ganadero, a la manera de un Don, un Karai.
Su connivencia con los Comuneros —la Asociación Rural de Paraguay
de aquel tiempo— da mucho que pensar. Lo que más le mueve en su
participación en la guerra contra los pueblos jesuíticos
es la posibilidad de hacerse con algunos indios de servicio, como cualquier
otro encomendero.
El
campesinado paraguayo sería el resultado de una relación
típicamente colonial. En su origen y desarrollo es un español,
social y culturalmente hablando. Es por ello por lo que la clave de interpretación
probablemente hay que buscarla en su relación con el Estado y los
gobiernos de turno de quienes espera protección y subsidios, sin
jamás discutirlos a fondo.
Hoy
en día hay grupos de campesinos que todavía se embarcan en
proyectos reaccionarios de cuño neo-liberal y apoyan causas políticas
profundamente anticampesinas.
Lo
curioso del caso es que los propietarios y los gobernantes cada vez miraban
con mayor recelo y sospecha a esos sectores populares, que les parecen
gente que quiere “vivir sin trabajar” y que gozan de “excesiva libertad”
(Garavaglia 1987: 242-44).
El
estudio de Garavaglia trae datos que muestran que el campesino produce
cada vez más, pero los precios de lo que vende caen sistemáticamente.
Son ellos quienes no sólo se abastecen a sí mismos y acuden
a su subsistencia, sino que son responsables en ese final del siglo XVIII
por el 25% de las exportaciones paraguayas hacia Buenos Aires.
En
realidad el campesino derrocha trabajo, pero tiene una imposibilidad casi
total de acumular. Su drama es que su pobreza está causada por el
“sistema”, palabra que al final no dice nada; se puede saber qué
es el sistema , pero, ¿quién es el sistema? “El campesino
no se enfrenta con un explotador evidente (excepto en el caso de la explotación
y de la usura). ¿Cuál es el enemigo de clase responsable
de desvalorización de su trabajo? Esta situación torna menos
comprensible su miseria” (M. Margulis, Contradicciones en la estructura
agraria y transferencias de valor, México, 1979, p. 49).
La
conclusión de Juan Carlos Garavalia (1987, p. 250) en este artículo
sigue teniendo una gran actualidad: “La paradoja del campesinado paraguayo
podría ser anunciada así: la unidad económica campesina
es dominante en el marco de esta formación social, dado que la riqueza
producida en ella sería impensable sin la existencia del campesinado,
pero esa peculiar dominancia, lejos de constituirse en predominio, se disuelve,
por efecto de su propia lógica, en una realidad de subordinación,
marginación y pobreza”.
El
15% de las cabezas de la unidad domésticas recibe el título
de Don. Pero junto al Don, aparece ya otra categoría representa
el 23% y que curiosamente empieza a ser mal vista por sus vecinos: “familias
sumamente pobres, haraganes y otros motivos sospechosos que contradicen
el buen vivir”. El campesino medio, ni rico ni pobre, forma de todos modos
la mayoría con el 62%.
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