Nuestro
país -no éste país, equivalente a un equívoco
y distante país de otros en el cual, desde una postura cómoda,
yo nada tengo que ver y cuyo presente me es ajeno, aún cuando participé
y participo, quiéralo o no, de su suerte y su destino- nuestro país,
repito, atraviesa, sin duda una de las crisis más severas en su
historia independiente.
Si
consideramos aquella acepción de crisis que la define como “el momento
en el cual lo viejo por morir no termina de morir y lo nuevo por nacer
no termina de nacer”, ese viejo país que no termina de morir se
aferra con uñas y dientes a los viejos esquemas que como pesados
lastres impiden el surgimiento luminoso de ese país nuevo que, por
ello mismo, no termina de nacer.
No
es este el espacio para realizar sesudas reflexiones sobre cómo
hemos podido llegar al sitio donde estamos, o si la crisis es social, política,
económica, o todo junto, o, lo cual es más grave aún,
moral, como en lo personal creo que es. Pero sí es oportuno arrojar
unas puntas de ideas sobre la función del arte en general y, en
particular, de la música en el devenir de la historia desde una
perspectiva actual.
El
Recado de Celaya.
El
poeta español contemporáneo Gabriel Celaya en uno de sus
más notables escritos, La poesía es un arma cargada de futuro,
nos deja el recado maravilloso de dos enormes versos: “Maldigo la poesía
de quien no toma partido, hasta mancharse”. En otras palabras, arte que
no da referencias de su tiempo no es arte en términos finales.
En
este contexto, en clases o en encuentros con amigos siempre me gusta señalar
que en el año 2300 nadie recordará el nombre del príncipe
arzobispo de Salzburgo que encargó a Mozart crear muchas de sus
maravillas, pero nadie dejará de recordar al “cisne de Salzburgo”,
de la misma forma en que para entonces unos pocos recordarán a Alfredo
Stroessner, pero el nombre de José Asunción Flores vivirá
en la conciencia colectiva de un pueblo que lo ha hecho suyo. En otras
palabras, Pericles, sin el florecimiento artístico de su tiempo,
no hubiera pasado de ser uno más de los oscuros estrategas -generales
del ejército- en la antigüedad ateniense.
La
Música Popular Paraguaya y su Presencia en la Historia del Siglo
XX.
Flores
y la “guarania”.
En
la letra de “Kerasy”, Manuel Ortiz Guerrero nos define como “un pueblo
cantor”. Y eso es lo que somos, aún cuando el infame edicto número
3 le privó a Asunción de una de sus prácticas más
encomiables: la de la serenata.
Si
tomáramos sólo algunos momentos desde 1925 -el año
en que se escribe la primera guarania, “Jejuí”- hasta ahora, veríamos
que nuestros músicos han querido y han sabido acompañar la
historia de nuestro pueblo.
La
“guarania” por sí sola, como género musical, tiene la particularidad
de convertirnos en uno de los contadísimos casos como país
-no conozco, personalmente, otro u otros- en contar con un ritmo propio,
identificatorio y raigalmente de su lugar, su sitio, concebido y creado
desde un compositor identificado que viene a echar por tierra una de las
características centrales de todo “folklore”: que debe ser anónimo.
Por ello, la “guarania” es no un ritmo folklórico sino de proyección
o inspiración folklórica. Nadie que se diga paraguayo puede
desconocer la pertenencia de la “guarania” a nuestro pueblo como sinónimo
de identidad propia; si se pensara lo contrario, no habría sino
que observar lo que ocurre con nuestros adolescentes y jóvenes cuando
escuchan a “Kryzhya”, el estupendo grupo de rock que lidera Rolando Chaparro
-guitarrista y compositor notable- interpretando “Reservista purahei” de
Agustín Barboza. Flores es, pues, la síntesis de esa presencia
musical de testimonio histórico.
Los
años ‘30 al ‘50 y sus cantores.
Con
justicia Emiliano R. (de Rivarola) Fernández es llamado el “tirteo
verde olivo”, en recuerdo de aquel cantor de la antigüedad que insuflaba
ánimo a los ejércitos de su patria durante la batalla, porque
otro tanto ocurrió con el fundamental poeta guarambareño
que es el más popular -metido en el alma de la gente- en la historia
de las letras paraguayas, en relación con la guerra que nos enfrentó
a Bolivia entre 1932 y 1935. Cantando al amor, al paisaje, a la Patria,
a las cosas cotidianas, ya épico, dolorido, nostálgico, esperanzado
o romántico, Emiliano escribe dando referencia de su tiempo en el
habla de su pueblo; por eso entra en el arte paraguayo para inscribir su
nombre con letras de molde.
En
los años ‘30 -década en la cual, luego de la guerra y por
imperio de ella, entre otros factores, empezaría a gestarse un período
de anarquía que desembocaría en el mesianismo stronista-
irrumpe la llamada “generación de oro de la música paraguaya”.
Se suman al de Flores, entre los músicos, los nombres de Herminio
Giménez, Mauricio Cardozo Ocampo, Carlos Lara Bareiro, Francisco
Alvarenga, Emilio Bigi, Juan Escobar, Félix Pérez Cardozo,
Diosnel Chase, Agustín Barboza, y entre los poetas y letristas Félix
Fernández, Víctor Montórfano y Carlos Miguel Jiménez
y, algunos años después, Teodoro S. Mongelós, por
citar a parte de los más representativos, esos cuya obra sirve a
la tesis que aquí sostenemos. Veamos.
Herminio
Giménez musicaliza con mano maestra, siendo muy joven aún,
nada menos que “Cerro Corá”, un texto brillante y reivindicatorio
de Félix Fernández. Mauricio Cardozo Ocampo escribe el poema
de “Chokokué purahei” que se vuelve canción con la música
de Francisco Alvarenga y compone, en letra y música, sus “Chokokué
kera yvoty” y “Yo soy purahei”. Lara Bareiro explora en su “Gran guarania
en do mayor” las posibilidades estéticas del género creado
por Flores, elevándolo a la categoría sinfónica. Francisco
Alvarenga emociona con el “Chokokué purahei” con letra de Mauricio,
mientras Emilio Bigi da a conocer “Minero sapukai” sobre texto de Teodoro
S. Mongelós y concibe en letra y música una de las más
descriptivas y emblemáticas obras de nuestra música: “Acosta
Ñú”. Juan Escobar canta al amor con expresiones nuevas en
“Mborayhú asy” -por los años ‘70 llegó a escucharse
hasta diez veces por día en distintas radios sólo de Asunción-
con poesía de Rosalía Díaz León. Félix
Pérez Cardozo une la maravilla del arpa india que su genio concibe
a la poesía de Emiliano para escribir “Primero de Marzo” y a la
de Víctor Montórfano para crear “Tetaguá sapukai”,
ambos himnos de gran fuerza expresiva. Diosnel Chase recurre al tema del
amor y con Mongelós nos brinda un clásico: Virginia. Barboza,
por su parte, conmueve con su “Reservista purahei” que tiene poesía
de Fernández y con “Mi patria soñada” sobre texto de Carlos
Miguel Jiménez. Nadie, pues, en su sano juicio, puede negar que
la música popular paraguaya, en ese tiempo de desvelos e inseguridades,
supo ser una referencia histórica inestimable.
La
música popular bajo Stroessner.
Los
procesos de extremo autoritarismo crearon, a lo largo de la historia y
aunque más no sea por oposición, sólidos cuerpos artísticos.
En
los casi treinta y cinco años de la dictadura de Stroessner y como
no podía ser de otra manera si se considera tan solo el transcurso
de tanto tiempo, se tuvieron, cuando menos, cinco vertientes identificables
y significativas en la música popular paraguaya: la madurez de la
“generación de oro” que dio muestras cada vez más tangibles
de su creatividad y su valor estético; una franja que partiendo
de Demetrio Ortiz -compositor de innegables méritos- inaugura una
canción popular edulcorada que se materializa en lo que alguien
dio en llamar la “guarania bolero”; la aparición del “purahei kele’é”
o “canto de adulación” -el nombre le fue dado por Alberto Candia-
que encuentra, en creadores e intérpretes a seguidores que son alentados
desde el mismo gobierno; el nacimiento de algunos intentos y formas de
lo que devendría luego en el “rock nacional”; y, finalmente, la
emergencia del nuevo cancionero popular paraguayo, cuya importancia a estas
alturas es innegable en su contribución para la creación
de una nueva conciencia, la de la necesidad del cambio, a través
de la canción testimonial contemporánea.
Desde
el “nuevo cancionero” a la “canción social urbana” de hoy.
En
los “Festivales de Música Nueva” de finales de los años ‘60
en la antigua “Sala de las Américas” del Centro Cultural Paraguayo
Americano y en el local de peñas “La guarida del matrero” -cuyo
nombre es una clara alusión a la influencia de la poesía
y la música argentina en ese momento- entre 1970 y 1971, surgió
una generación de creadores -músicos, poetas y letristas-
que después serían agrupados como cultores del “nuevo cancionero
popular paraguayo”. Los nombres de Maneco Galeano, Carlos Noguera y Mito
Sequera, entre los músicos, a los cuales seguirían Jorge
Krauch, Jorge Garbett y César Cataldo, entre otros, y de Juan Manuel
Marcos, entre los poetas, abordarían los eternos temas vinculados
a la condición humana desde una perspectiva novedosa y clara e inequívocamente
libertaria y, por ello mismo, crítica y subversiva en el más
lato sentido del término. Entre los intérpretes, los mismos
músicos ya citados, los grupos Vocal Dos, Sembrador y Juglares,
y solistas como Oscar Gómez y Marcos Brizuela ayudaron a la difusión,
en los ‘70, de esta corriente. Sin embargo, luego del fallecimiento en
1980 de uno de sus fundadores, Maneco Galeano, el movimiento encontraría
amplísima difusión e inserción en el gusto colectivo.
Su arribo a ese fenómeno de popularidad en Asunción que se
llamó “Festival Mandu’ara” (entre 1982 y 1986) -propiciado en sus
inicios por Rudi Torga, Fernando Robles y Carlos Noguera y enriquecido
luego con la participación de operadores culturales y exponentes
de otras disciplinas como las artes visuales- le daría un definitivo
marco para la expresión y la creatividad y afianzaría su
propuesta ética y estética.
El
golpe cívico-militar de 1989 que acaba con el oprobio en la madrugada
del 3 de febrero y abre nuevas sendas en lo político, hace que el
nuevo cancionero se retraiga. Ello se explica porque los escenarios de
la lucha por la construcción de una sociedad mejor, más amplia
y genuinamente participativa se trasladan a su natural espacio: la política.
Sin
embargo, la interminable transición hacia la democracia en la que
seguimos inmersos y que permite vicios escalofriantes como inaugurar territorios
donde todo es gris -vale decir, nada es blanco o negro, bueno o malo- e
instalar en el léxico el infame y perverso vocablo “opinable”, da
lugar a un nuevo grupo de creadores e intérpretes musicales que
se yerguen como portaestandartes del viejo fuego testimonial. Se enmarcan
en cuando menos dos vertientes de gran valor cívico y artístico:
la “canción social urbana” cuyos referentes fundamentales son Hugo
Ferreira y Aldo Mesa, y los grupos del rock actual, entre los que destacan
Deliverans - se llaman así, castellanizados, desde hace corto tiempo,
el mismo que hace que decidieron, para bien, cantar en español-,
Kryzhya y Gaudí.
A
modo de conclusión.
En
los momentos de crisis el arte y la música del Paraguay supieron
aportar elementos para la esperanza. Las ideas que preceden y sustentan
estas opiniones son, salvo excepciones, prueba contundente de ello.
No
me resisto a citar aquí, aunque aparezca recurrente, una frase de
Pablo Neruda que tiene la jerarquía universal del emblema y que,
por ello mismo, me acompaña siempre y lo seguirá haciendo:
“La liberación de los pueblos a veces pasa por la política,
pero siempre pasa por el Canto”.
Asunción,
mayo de 2000.
José
Antonio Galeano es abogado, docente, músico y promotor cultural.
Integra, desde su creación en 1973 el grupo Sembrador y, en la actualidad,
es miembro del Consejo Nacional de Educación y Cultura.
Arte
que no da referencias de su tiempo no es arte en términos finales.
La
“guarania” por sí sola, como género musical, tiene la particularidad
de convertirnos en uno de los contadísimos casos como país
-no conozco, personalmente, otro u otros- en contar con un ritmo propio,
identificatorio
En
los casi treinta y cinco años de la dictadura de Stroessner y como
no podía ser de otra manera si se considera tan solo el transcurso
de tanto tiempo, se tuvieron, cuando menos, cinco vertientes identificables
y significativas en la música popular paraguaya.
En
los momentos de crisis el arte y la música del Paraguay supieron
aportar elementos para la esperanza.
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