De
acuerdo a una hermosa -y a esta altura ya clásica- formulación
marxista, ocurre la crisis en ese espa-cio de tiempo en que lo viejo no
termina de morir, mientras lo nuevo aún no logra nacer. Cuando a
los dolo-res propios de la agonía se superponen los de algún
inminente parto. Época de cambios, a finales de un tiempo ya caduco
y agotado y en el inicio de uno diferente, lleno de vida y pujanza.
De
crisis venimos hablamos los paraguayos hace ya bastante tiempo, y no precisamente
con optimismo o esperanza. Esta nos parece excesivamente prolongada y estéril:
el pasado -el destinado a morir- muestra una obstinada capacidad de reproducirse
y el futuro -ese que debe finalmente nacer- no muestra señales de
sur-gencia.
Valdría
la pena hacer memoria. Esa transición de más de una década
no fue homogénea, ni idéntica a sí misma a lo largo
del tiempo. Hubo al menos dos etapas perceptibles: un antes promisorio
y un después de-cepcionante. Podría datarse el paso de un
ciclo al otro a mediados de la década, en el ‘95 o en el ‘96. Al
principio era el verbo, y cuando este empezó a hacerse carne, todo
pareció descomponerse.
Antes
El
verbo. La libertad de pensamiento y expresión, la proliferación
de reuniones públicas tanto tiempo censuradas. La creación
ordenada de instituciones políticas republicanas, la reforma del
sistema electoral. Los primeros comicios municipales en los que una ciudadanía
tuvo conciencia de su poder, de su capacidad en delegar soberanía
y elegir los administradores de su polis. Luego vino la Constituyente,
en que cambia-mos el esqueleto jurídico del Estado. Y la creación
de un nuevo Poder Judicial que remitía al pasado ese largo monopolio
del partido-estado sobre la administración de la justicia.
Ciorán
dijo que la memoria del asco era más intensa que la memoria de la
ternura, pero haciendo un es-fuerzo, aún es posible recordar. Después
de todo no ha pasado tanto tiempo. Rememorar la euforia de esa multitud
reunida en la Plaza de la Democracia, frente al hotel Guaraní, la
noche en que un candidato inde-pendiente venció -sin fondos, sin
aparato partidario- al colorado, en el mismo centro político del
país, Asun-ción.
El
atento seguimiento del trabajo que un centenar de hombres y mujeres realizaba
en la Constituyente, ese debate nacional generado por el diseño
del país que queríamos para el futuro. Sentados en las butacas
del recinto, como constituyentes, o haciendo lobby en los pasillos, estaba
toda la nación. Sindicalistas, mujeres e indígenas, empresarios,
terratenientes y campesinos, personas con impedimentos físicos,
defensores de la niñez y ecologistas. Era el Paraguay posible que
defendía -discutía, consensuaba- su futuro.
Luego
ese acuerdo entre partidos rivales -a los que separaban décadas
de persecución y exilio, crímenes políticos y guerras
civiles- que hizo posible la formación de un Consejo Superior de
la Magistratura y de una Corte Suprema. La multiplicación de sindicatos
y organizaciones campesinas, las primeras movilizaciones sociales que aún
contaban con el comprensivo apoyo de la gente. Eran nuestros campesinos
-los relegados y reprimidos de siempre- los que marchaban con sus reclamos
hacia Asunción, eran nuestros obreros los que organizaban huelgas
generales con reivindicaciones entendidas por casi todos.
Aún
existía -trataba de recrearse- un sentido de nación, plural
y diversa, un proyecto de país que nos concernía a todos.
Había críticas hacia el accionar de los partidos, pero sentíamos
que pese a todo sus líderes nos representaban. Nuestros políticos
parecían hacer su tarea -con fallas y errores, pero con innegable
patrio-tismo- en forma bastante eficiente y civilizada.
Eso
fue el inicio. Quizá -en retrospectiva- esa percepción de
ir por buen camino no era del todo correcta; leíamos los procesos
con las entendibles anteojeras del optimismo. Un tercio de dictadura había
sido dema-siado, largas décadas de encierro pujaban por abrirse
a una historia diferente. O quizá no: aún existía
sentido de patria, búsqueda colectiva de futuro, más responsabilidad
que claudicaciones dando vida a esos eventos.
Después
Construido
el nuevo aparato jurídico y político, llegó finalmente
el momento de ponerlo a prueba. Ya íbamos en retraso, alguna vez
debía funcionar el estado de derecho, liberalizarse también
la economía, re-formarse el pesado e ineficiente aparato público.
Diseñarse algún modelo de crecimiento económico compa-tible
con el espacio y el tiempo globalizado. Y allí empezaron los problemas.
En
realidad, no eran nuevos. Estuvieron desde antes, pero fueron cobrando
formas monstruosas de tanto tiempo irresueltos. Primero fue el algodón,
esa sangre de la economía campesina que estaba agotándose
de a poco. Cada año disminuía el área sembrada, la
productividad por hectárea permanecía estancada. Fue el picudo,
o el agotamiento de su rentabilidad a escala pequeño-campesina.
Sobrevivieron la soja y el trigo, pero no era suficiente.
Luego
vino la espasmódica crisis financiera, con la quiebra de toda la
banca privada nacional. Y las cre-cientes presiones del Mercosur sobre
una economía pequeña e ilegal, que persistía en defender
un modelo de triangulación del todo incompatible con las reglas
del comercio regional.
Creció
el desempleo urbano, quebraron las empresas grandes y pequeñas,
una población campesina cada vez más desarraigada se arrojó
a la desesperada carrera de las ocupaciones, o migró en masa hacia
ciudades donde les esperaba un futuro aún más incierto. La
delincuencia se extendió desde las protegidas esferas em-presariales
y de finanzas hasta una multitud de malvivientes marginales.
Era
una década de estancamiento económico acumulado, desde el
‘84, la que estallaba, cobrándose víc-timas en todos los
ámbitos. La miseria saltó de la economía a la política
en forma casi inmediata. El país empezaba a tornarse ingobernable.
El intento de golpe del ‘96 marcó el inicio de la anarquía,
y su impuni-dad en el corto plazo elevó el desgobierno hasta niveles
insospechados.
Eso
fueron los últimos años de Wasmosy, eso fue el breve gobierno
Cubas, eso sigue siendo el de Gonzá-lez Macchi. En el medio, concentrando
-elevando a la máxima potencia- todas las abyecciones, el proyecto
oviedista. Una suerte de stronismo, de moriniguismo revivido a destiempo.
Fascismo que aliaba masas ener-vadas por la miseria, con grandes contratistas
del estado, financistas del narcotráfico, contrabando y merca-deo
electoral. Más algunos empresarios descreídos -desde siempre-
en el sistema democrático.
Ciertamente,
esos males ya existían. Sobrevivieron al stronismo el tráfico
de drogas, la protección del comercio “triangular”, el prebendarismo
y la corrupción. La venta de votos -en efectivo- es más reciente,
nació con la transición. Oviedo armó con todos esos
ingredientes una mezcla explosiva, y le insufló un len-guaje lleno
de odio y despecho, para hacerlo más temible.
Entre
el discurso y la acción violenta mediaron algunos años y
una elección nacional. Después el proyec-to se abortó
a sí mismo en un baño de sangre y dolor, en un paroxismo
de violencia desmedida. Pero su desa-rrollo paralizó la transición:
si los cinco primeros años se dedicaron exclusivamente a crear instituciones
políticas, el oviedismo sirvió de excusa a los cinco años
siguientes para postergar las reformas económicas y sociales necesarias.
Era prioritario defender la democracia creada.
Pero
la defensa fue débil, pusilánime, llena de flancos abiertos.
Estuvo oscurecida -negada- por múltiples transacciones, acuerdos
y concesiones. El monstruo pudo haber sido vencido, pero en medio del combate
sus enemigos adoptaron casi todas sus características. La corrupción
y el cinismo, la ineptitud y la inescrupulo-sidad política se hicieron
regla. La impunidad terminó hermanando viejos demócratas
y nuevos fascistas.
Ya
casi nadie -salvo contratistas del estado, socios o empleados públicos
reclutados por méritos partida-rios- reconoce como propios a los
mandatarios, a las autoridades, a los representantes parlamentarios. El
poder político rompió los últimos lazos que aún
tenía con sus mandantes, fue desatando la relación legitima
y legitimadora que tenía con la ciudadanía.
No
es de extrañar que al año de instaurado el nuevo gobierno,
otro intento de golpe arrojara todavía más dudas sobre el
futuro del proceso democrático. La prometida reforma empezó
por la cola, con proyectos de privatizaciones oscurecidos de sospechas
de corrupción. Un Ejecutivo inoperante sobrevive de pura inercia
-o de puro apoyo internacional- mientras el parlamento, abocado a rencillas
de poder partidario, pierde legi-timidad a pasos acelerados.
Hoy
Y
la crisis continúa en sus dos vertientes que se retroalimentan entre
sí. El desgobierno crece con la po-breza, el desempleo y la corrupción.
El desprestigio de la dirigencia política corre paralelo al déficit
fiscal, a la caída de las exportaciones y a la quiebra de empresas
productivas. Una economía en déficit se niega a seguir financiando
un Estado inepto, sobredimensionado y carente de dirección.
Un
modelo caduco de política que no encuentra verdugos eficientes,
un Paraguay anunciado que sigue buscando parteras decididas. Es la crisis
que persiste, por ausencia de salidas perceptibles de futuro. En espera
de la última etapa de la transición, de la tercera, en la
que una dirigencia política honesta y eficiente, productores conscientes
y competitivos, una ciudadanía responsable y activa superen esta
difícil crisis y completen el ciclo inacabado. Para ofrecer a las
generaciones del futuro un país honesto y laborioso en el que vivir
dignamente, con esa alegría y esas esperanzas que parecen habernos
abandonado en los últimos años.
Rememorar
la euforia de esa multitud reunida en la Plaza de la Democracia, frente
al hotel Guaraní, la noche en que un candidato independiente venció
-sin fondos, sin aparato partidario- al colorado, en el mismo centro político
del país, Asunción.
Sentados
en las butacas del recinto, como constituyentes, o haciendo lobby en los
pasillos, estaba toda la nación. Sindi-calistas, mujeres e indígenas,
empresarios, terratenientes y campesinos, personas con impedimentos físicos,
defensores de la niñez y ecologistas. Era el Paraguay posible que
defen-día -discutía, consensuaba- su futuro.
Es
la crisis que persiste por ausencia de salidas percepti-bles de futuro.
En espera de la última etapa de la transición en la que una
dirigencia política honesta y eficiente, produc-tores conscientes
y competitivos, una ciudadanía responsable y activa superen esta
difícil crisis y completen el ciclo inaca-bado.
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