Un invento revolucionario
Cada 25 años, los
cristianos del mundo entero oyen hablar de la llegada del Año Santo,
llamado también Año del Jubileo. Algunos no saben bien lo
que es. Otros conocen que se trata de un año especial para conseguir
indulgencias por los pecados cometidos, visitando alguna Iglesia y rezando
ciertas oraciones. Los más informados han oído hablar incluso
de la famosa “Puerta Santa”, en el Vaticano, que el Papa abre únicamente
ese Año para que pasen los peregrinos en busca de conversión,
y que después vuelve a sellar hasta el próximo Año
Santo. En fin, todos sienten que se trata de un año de gran significado
espiritual y religioso.
Pero ¿de dónde
sacaron los católicos la costumbre de celebrar el Año Santo?
¿Quién la inventó? ¿Cuál era su sentido?
En realidad, al festejo
del Año Santo la Iglesia Católica lo heredó del pueblo
de Israel. ¿Y por qué los israelitas tenían un Año
Santo? Porque el Año Santo era el instrumento jurídico que
habían encontrado para solucionar los problemas sociales, evitar
la acumulación de propiedades, impedir el excesivo enriquecimiento
de unos pocos, restablecer la igualdad económica, y remediar la
pobreza de la gente más humilde.
El sorteo equitativo
Según la Biblia, lo
primero que hicieron los israelitas al llegar a la Tierra Prometida, fue
repartirla equitativamente. El libro de Josué nos cuenta cómo
Dios ordenó que se hiciera un sorteo entre todos (Jos 13,6), y cómo
Josué, con los representantes de cada tribu, procedió a distribuirla
según lo que le tocaba a cada uno (Jos 15-19). De esta manera cada
tribu, cada grupo, cada clan y cada familia recibió su lote de tierra
para trabajarla y para que fuera su propiedad. Lo cual hizo que todos tuvieran
desde el principio iguales posibilidades económicas, y que durante
esta primera época no hubiera distinción entre ricos y pobres
en Israel.
Con el paso del tiempo,
y a pesar del proyecto ideado por Dios, se hizo inevitable la aparición
de diferencias: las enfermedades, la sequía, las plagas, las distintas
cosechas, permitieron a algunos acumular más bienes que a otros;
pero a pesar de todo, las divergencias entre ellos no llegaron aún
a ser muy acentuadas.
Fue con la aparición
de la monarquía, alrededor del año 1000 a.C, cuando nacieron
las verdaderas desigualdades. El nuevo rey se fue rodeando poco a poco
de funcionarios y militares a sueldo, que comenzaron a trabajar para él
en la corte. Y de ese modo surgieron en la sociedad nuevas clases sociales,
desconocidas hasta entonces: generales, soldados, escribas, secretarios,
consejeros, sacerdotes, oficiales, y otros muchos personajes vinculados
a la actividad política del rey (2 Sm 8,15-18), que se fueron distanciando
de los campesinos.
Dar los hijos como esclavos
Los grandes terratenientes
también prosperaron con la llegada de la monarquía. Se construyeron
espléndidos edificios, y aparecieron casas lujosas en diversas ciudades
del país. Pero la vida de los campesinos más pobres se fue
haciendo tremendamente dura. Al punto tal, que muchos pequeños agricultores,
para mitigar su situación, tuvieron que recurrir a préstamos.
Entonces, los que tenían dinero hallaron una excelente oportunidad
para aumentar sus riquezas, haciendo préstamos a intereses.
La Biblia nos describe la
terrible situación de aquellos que no podían pagar sus deudas.
Unos daban en prenda sus objetos personales (Job 24,3); otros vendían
las tierras que poseían (Neh 5,3); algunos incluso llegaban a entregar
la propia casa donde vivían (Is 5,8); y si el deudor era tan pobre
que no tenía nada para vender, entonces debía entregar a
sus hijos (2 Re 4,1), o venderse a sí mismo como esclavo (Dt 15,12).
Las injusticias llegaron
a tal punto, que más de una vez los profetas debieron alzar su voz
para denunciar la actitud de los latifundistas: “Ay de ustedes, que acumulan
una casa tras otra, y anexionan un campo tras otro, hasta no dejar lugar
a nadie más; y se instalan como si fueran los únicos dueños
del país” (Isaías 5,8).
Todo esto acentuó
enormemente la diferencia entre ricos y pobres.
El primer Código
Para hacer frente a las
injusticias sociales que habían surgido, en el siglo IX a.C. los
israelitas del norte compilaron un grupo de leyes y formaron con ellas
un código, hoy llamado “El Código de la Alianza”, que se
encuentra en el libro del Éxodo (20-23). En él se incluía
una serie de normas de protección social para los más pobres:
prohibía la usura (Ex 22,24); impedía cobrar en prenda los
objetos de primera necesidad (Ex 22,25); fijaba en 6 años el límite
máximo de esclavitud para pagar una deuda (Ex 21,1).
Pero lo verdaderamente novedoso
de este código, fue la creación de una institución
llamada “El Año Sabático”. ¿En qué consistía?
Así como la semana tenía seis días, y el séptimo
se llamaba “sábado”, así también había que
contar seis años, y el séptimo debía llamarse “año
sabático”. Durante ese año había que suspender el
trabajo de la tierra. Porque así como el hombre debe descansar el
séptimo día, la tierra debe descansar el séptimo año.
El Código lo expresaba
así: “Durante seis años sembrarás tu tierra y recogerás
la cosecha. Pero el séptimo año no la cultives. Déjala
descansar, para que la gente pobre de tu país coma de ella. Y para
que lo que quede, lo coman los animales salvajes. Lo mismo harás
con tu viña y con tus olivos” (Ex 23,10).
Una tierra para todos
En realidad, el suspender
de vez en cuando el cultivo de la tierra era una antigua costumbre ecológica,
observada por los campesinos en oriente para no cansar excesivamente la
tierra, en épocas en que no se conocían los fertilizantes
y en lugares donde el suelo no era muy fértil. Pero lo original
de la legislación bíblica estaba en el sentido religioso
y social que le dieron a esta costumbre: el Año Sabático
era para que los pobres del país pudieran entrar en cualquier campo,
y comer gratis de lo que produjera espontáneamente la tierra.
Durante todo un año,
pues, el pueblo de Israel reconocía que el dueño de la tierra
era Dios; que él la entregó para que todos los hombres pudieran
disfrutarla y gozar de sus bienes. Durante un año, en Israel, nadie
pasaba hambre, y todos volvían a ser iguales frente a la tierra,
como lo habían sido en sus comienzos.
Está claro que, no
obstante las buenas intenciones de esta legislación, la situación
de los pobres no cambió para nada. El hecho de que durante un año
todos pudieran comer de la tierra de todos no cancelaba las deudas, ni
recuperaba las prendas; y para peor, el Año Sabático perjudicó
a muchos campesinos que, al no poder trabajar sus tierras durante ese año,
se empobrecieron aún más.
El segundo Código
Fue por eso que cien años
más tarde, en el siglo VIII a.C, apareció otro código
legislativo en Israel, que hoy conocemos como “Código Deuteronomista”
por hallarse dentro del libro del Deuteronomio (12-26). Este cuerpo legal
buscaba corregir las deficiencias del anterior, y mejorar de una buena
vez la condición social de la gente humilde.
Para ello se introdujo una
novedad en el Año Sabático. La ley ahora decía: “Cada
siete años perdonarás lo que otros te deban. El perdón
consiste en lo siguiente: todo acreedor le perdonará a su prójimo
el préstamo que le haya hecho. A su prójimo, es decir, a
su hermano, no le exigirá nada. Porque éste es el año
del perdón de deudas en honor de Yahvé. De esta manera, no
habrá pobres entre ustedes” (Dt 15,1-4).
O sea que, además
de permitir a todos los pobres comer de la tierra durante ese año,
la ley ahora establecía un segundo beneficio: el perdón de
todas las deudas cada siete años. Por supuesto que no se trataba
de las deudas contraídas para hacer un negocio, sino de las deudas
provocadas por casos de grave necesidad. Y la ley tenía su lógica:
si a un israelita que estaba endeudado, además no se le permitía
trabajar su campo ni recoger su cosecha durante el Año Sabático,
era justo que tampoco se le exigiera pagar sus deudas. Entonces le quedaban
automáticamente perdonadas.
Nace el Año Santo
A pesar de las leyes profundamente
humanas e innovadoras que adoptó Israel, la triste realidad fue
que muchas veces no se cumplían y quedaban en letra muerta. No todos
ponían sus tierras a disposición de los más pobres
en el Año Sabático; y los prestamistas consideraban que siete
años era poco tiempo para cobrarse una deuda, por lo que, aun después
del Año Sabático, seguían exigiendo su pago.
Frente a esto, un grupo
de sacerdotes israelitas en el siglo VI a.C. elaboró un tercer código
legal, hoy incluido en el libro del Levítico (17-26), llamado actualmente
“Código de Santidad”. Este código ordenaba crear una nueva
institución que tenía dos nombres: Año Santo (25,10)
o Año del Jubileo (25,12). Su segundo nombre derivaba de la palabra
hebrea “yobel”, que significa “perdón, indulto”.
¿Qué era el
Año Santo? Había que contar siete años sabáticos,
es decir, siete veces siete años, con lo que se obtenía cuarenta
y nueve años. Y el año número cincuenta, pasaba a
ser Año Santo (25,8-19). ¿Y qué había que hacer
en el Año Santo? Tres cosas: a)descansar la tierra, para que alimentara
a los más pobres (como en el Año Sabático; v.11-12);
b)liberar a todos los esclavos, aunque no hubieran terminado de pagar con
su esclavitud la deuda que tenían (v.10); y c)lo más increíble
y sorprendente: todas las propiedades vendidas durante los cuarenta y nueve
años anteriores, debían volver a su antiguo dueño
(v.10).
Desaparece el Año
Santo
El Año Santo fue,
pues, un fantástico invento del pueblo de Israel para solucionar
el grave problema de la desigualdad económica y las injusticias
sociales que golpeaban a la sociedad de aquel tiempo.
Pero si el Año Sabático
había sido difícil de cumplir, el Año Santo no fue
cumplido jamás. La Biblia no cuenta nunca ningún episodio,
en el que semejante celebración haya tenido lugar alguna vez. Más
bien quedó como una legislación ideal, llena de buenas intenciones,
pero que los israelitas no se atrevieron a practicar. Por eso con el transcurso
del tiempo el recuerdo del Año Santo se fue perdiendo, se volvió
una realidad obsoleta, y finalmente desapareció del horizonte social.
Sin embargo, alrededor del
año 538 a.C. ocurrió algo que haría rescatar del olvido
la memoria del Año Santo. Apareció un anónimo profeta,
cuyas palabras se encuentran al final del libro de Isaías, anunciando
una buena noticia: Dios estaba dispuesto a celebrar personalmente un Año
Santo con el pueblo de Israel. Sus palabras decían así: “El
Espíritu de Yahvé está sobre mí, porque Él
me ha ungido. Y me ha enviado: a anunciar la buena noticia a los pobres;
a vendar los corazones rotos; a proclamar la liberación de los cautivos
y la libertad a los presos; y a anunciar un año de gracia de parte
de Yahvé” (Is 61,1-2).
Para entender el sentido
de estas palabras, hay que tener en cuenta que en ese momento los israelitas
se hallaban cautivos en Babilonia. Habían perdido su libertad, sus
bienes, sus tierras, sus familias, todo. Vivían esclavizados por
el rey babilónico, en condiciones de pobreza extrema.
El renacimiento del Año
Santo
En medio de estos desdichados
se presentó el anónimo profeta, y declaró que Dios
los iba a librar de la esclavitud, les perdonaría su deuda (es decir,
sus pecados), les devolvería las tierras que habían perdido,
y les entregaría las propiedades usurpadas. Es decir: Dios iba a
celebrar un Jubileo, un Año Santo para su pueblo (61,2).
Con motivo de esta celebración,
el profeta también anunciaba que a partir de este Año Santo
habría justicia social para todos (Is 61,11); cada uno tendría
su propiedad y su tierra (Is 61,4); no existirían los pobres, ni
los hambrientos (Is 58,7), porque todos serían santos y justos (Is
62,12), y vivirían en alegría y en paz (Is 65,18).
Pero cuando efectivamente
se produjo la liberación de los israelitas, en el año 538
a.C, y éstos pudieron regresar a su patria para recuperar sus tierras
y sus bienes, de nuevo la reconstrucción del país estuvo
marcada por el egoísmo. No hubo la justicia social esperada, ni
trabajo, ni igualdad económica, ni alegría, ni paz. Otra
vez la ambición de poder y las ansias de tener más a expensas
de los más pobres frustraron el proyecto soñado por Dios.
Y las palabras del profeta no se cumplieron. Quedaron como un malogrado
anuncio de parte de Dios.
El verdadero Año
Santo
Cuando llegó Jesús
al mundo, la situación no había cambiado mucho. Las diferencias
sociales, la pobreza, la marginalidad, el desempleo y la angustia de los
deudores seguían siendo dolorosas. Por eso, según cuenta
el Evangelio de Lucas, cuando Jesús se presentó por primera
vez en la sinagoga de Nazaret como predicador, tomó el libro de
Isaías, lo abrió precisamente en el pasaje mencionado anteriormente
(donde el profeta anunciaba la llegada del Año Santo para el pueblo),
y lo leyó. Al terminar hizo un profundo silencio, miró a
todos los presentes, y dijo: “Esta Escritura que acaban de oír,
se ha cumplido hoy” (Lc 4,16-21).
Así, Jesús
quiso enseñar a la gente que la llegada del Año Santo, anunciada
por aquel anónimo profeta, no se cumplió en el año
538. Que la persona ungida por Dios que debía presentarse para inaugurar
el Jubileo era en realidad Jesús. Que la nueva época en que
los pobres, los endeudados, los sometidos a esclavitud, los marginados
y los heridos por la sociedad serían socorridos, es decir, el inicio
del verdadero Año Santo, estaba teniendo lugar, en ese momento,
en la sinagoga de Nazaret.
Pero Jesús aclara,
también, que el Año Jubilar que él inaugura no dura
365 días, ni es para celebrarlo cada 50 años. Que es un tiempo
permanente, estable y para siempre. Por eso dice que la profecía
“se ha cumplido hoy”, es decir, “ha comenzado a partir de hoy”.
Con Jesucristo, pues, los
hombres hemos entrado en un Año Santo perpetuo, en el que todos
los que creemos en Él asumimos el compromiso de ser solidarios con
los demás; en el que todos debemos procurar que nadie sufra, que
nadie se sienta agobiado, que nadie esté sometido a ninguna esclavitud
ni padezca injusticias; en el que todos procuramos vivir un “año
interminable” de gracia, propuesto por Dios.
El Año Santo que
quiere Jesús
En el año 1300 de
nuestra era, el papa Bonifacio VIII decidió volver a implantar la
práctica del Año Santo en la Iglesia; y propuso que se lo
celebrara cada 100 años. Más tarde, en 1343, el papa Clemente
VI acortó el plazo y estableció el Jubileo cada 50 años
(como en el Antiguo Testamento). Finalmente Pablo II, en 1470, redujo el
intervalo jubilar a 25 años, que es la forma en que celebramos actualmente.
Pero lamentablemente muchos
cristianos han perdido el verdadero sentido del Año Santo propuesto
por Jesús. Primero, porque lo han “periodizado”, es decir, porque
piensan que el cambio radical en la vida y en la conducta humana debe hacerse
cada 25 años, cuando Jesús dejó instalado un Año
Santo permanente. Segundo, porque lo han “espiritualizado”, es decir, buscan
casi exclusivamente el perdón de los pecados y las indulgencias,
en lugar de buscar el compromiso con los pobres, los marginados y los sin
tierra, que era el sentido original que le dio Jesús. Y tercero,
porque lo han “espacializado”, es decir, lo han reducido a visitar una
iglesia, un templo o un lugar sagrado, en lugar de visitar a los hermanos
necesitados, a los enfermos, ancianos, encarcelados o los que sufren la
soledad.
En este mundo de hombres
poseedores y hombres despojados, de pueblos acreedores y pueblos endeudados,
Jesús de Nazaret anuncia que el tiempo histórico actual es
un tiempo cargado con una fuerza transformadora especial. Y que frente
a la voluntad opresiva de ciertos grupos e instituciones, existe otra voluntad,
la voluntad de Dios, que se opone a esta situación injusta. Que
Dios está dispuesto a ponerle fin. Y que los cristianos debemos
colaborar para que se cumpla la voluntad divina.
* Sacerdote diocesano, Licenciado
en Teología Bíblica en la Facultad Bíblica Franciscana
de Jerusalén, profesor de Sagradas Escrituras en el Seminario Mayor
de Santiago del Estero (Argentina), y profesor de Teología de la
Universidad Católica de la misma ciudad.
Las injusticias llegaron
a tal punto, que más de una vez los profetas debieron alzar su voz
para denunciar la actitud de los latifundistas.
Durante todo un año,
pues, el pueblo de Israel reconocía que el dueño de la tierra
era Dios; que él la entregó para que todos los hombres pudieran
disfrutarla y gozar de sus bienes. Durante un año, en Israel, nadie
pasaba hambre, y todos volvían a ser iguales frente a la tierra,
como lo habían sido en sus comienzos.
Lamentablemente muchos cristianos
han perdido el verdadero sentido del Año Santo propuesto por Jesús.
Primero, porque lo han “periodizado”, cada 25 años, cuando Jesús
dejó instalado un Año Santo permanente. Segundo, porque lo
han “espiritualizado” Y tercero, porque lo han “espacializado”, es decir,
lo han reducido a visitar una iglesia, un templo o un lugar sagrado.
Frente a la voluntad opresiva
de ciertos grupos e instituciones, existe otra voluntad, la voluntad de
Dios, que se opone a esta situación injusta. Que Dios está
dispuesto a ponerle fin. Y que los cristianos debemos colaborar para que
se cumpla la voluntad divina.
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