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... Los beatos de la discordia
La beatificación simultánea de dos Papas, tan diferentes como Pío IX y Juan XXIII, ha provocado controversias y ha vuelto a despertar antiguos malhumores. ¿Qué hilo ata y mantiene juntos a Pío IX y Juan XXIII para presentarlos, al mismo tiempo, a la imitación y a la veneración del pueblo de Dios?

Emilio Grasso


Los han llamado “los beatos de la discordia”.

La solemne celebración del 3 de septiembre en la plaza S. Pedro, durante la cual Juan Pablo II ha declarado beatos a sus predecesores Pío IX y Juan XXIII, ha provocado controversias y ha vuelto a despertar antiguos malhumores, sobre todo por parte de las comunidades hebreas y de aquellas fuerzas laicas que ven en Pío IX al último Papa rey y al Papa del Syllabus, el documento en el que en ochenta proposiciones se condenaban los fundamentos filosóficos y morales del liberalismo, especialmente en las aplicaciones concretas entre Iglesia y Estado. 
También el comité de los directores de la revista internacional de teología Concilium ha suscrito una declaración común contra la beatificación de Pío IX. Sobre todo ha parecido “extraño” el acoplamiento entre el Papa del “caso Mortara”, el niño hebreo bautizado a escondidas y por eso sustraído, por la ley del Estado Pontificio, a su familia y educado en institutos religiosos según los dictámenes de la Iglesia católica, y Juan XXIII, el Papa que hizo abrogar de la oración del Viernes Santo la infamante expresión “pérfidos Judíos” y que reanudó el respetuoso diálogo con aquellos a los que, algunos años después, otro Papa, visitando por primera vez la Sinagoga de Roma, ha llamado “hermanos mayores”.

Un regreso al pasado

Roma, a la vigilia de esta beatificación, ha revivido un flashback de más de un siglo.
Si en un lugar los últimos retoños de la antigua aristocracia romana, entre cantos gregorianos y toques de trompeta, se estrechaban en una celebración en la cual, entre trajes de la época, flameaba la bandera del Estado Pontificio, en otra plaza se realizaban contramanifestaciones bajo banderas y estandartes de antiguas asociaciones del Resurgimiento. Entre opuestas evaluaciones y conflictos renovados, parecía que el Papa Juan perteneciese a otro planeta. No se entendía bien qué estuviese haciendo allí.
Los hombres, en todos los tiempos, necesitan siempre banderas, símbolos, pero también enemigos. Parece que, para afirmar su propia identidad, sobre todo en un período en que ésta se percibe como amenazada, se necesite no solo banderas bajo las cuales cobijarse, sino también enemigos contra los cuales unirse.
A este tipo de simbología se presta mal Juan XXIII. Pío IX, por el contrario, polarizó pasiones opuestas, desde su llegada al solio pontificio. 
La conclusión del largo pontificado de Gregorio XVI fue acogida por parte del pueblo romano como una liberación. Su gobierno y el de su Secretario de Estado, el Card. Lambruschini, eran considerados tiránicos y obstruccionistas. Había gran expectación por un Papa capaz de interpretar las nuevas expectativas sociales y políticas, reconociendo las instancias de las libertades modernas y los movimientos de unidad nacional. 
Los primeros actos de Pío IX fueron el comienzo de aquello que el mayor experto de Pío IX, Giacomo Martina, llama “un delirio colectivo de la opinión pública, en parte espontáneo y en parte manipulado, que tuvo su conclusión en las revoluciones de 1848”. Se creó, así, el “mito del Papa liberal”, al que pronto habría seguido el de un Papa reaccionario y partidario de la horca.
Más allá de los mitos, Martina reconoce que Pío IX no fue ni un político, ni un diplomático. Pero, la situación histórica en la cual se encontró en el transcurso de su pontificado, lo enredó en cuestiones sobre todo políticas cuya solución sobrepasaba sus capacidades. Si en ese campo se equivocó, él, a pesar de esto, alcanzó dar un fuerte empuje a la espiritualidad y a la renovación religiosa de la Iglesia.
¿Qué hilo ata y mantiene juntos a Pío IX y Juan XXIII para presentarlos, al mismo tiempo, a la imitación y a la veneración del pueblo de Dios?

El misterio de la santidad

Juan Pablo II ha aclarado desde el comienzo de su homilía el sentido de esta celebración y de esta unidad, presentando de nuevo el “misterio de la santidad”, a pesar de la diferencia de las fisionomías y misiones propias de cada uno. 
“Al beatificar a un hijo suyo - ha dicho el Papa - la Iglesia no celebra particulares opciones históricas hechas por él, sino más bien lo señala a la imitación y a la veneración por sus virtudes, en alabanza de la gracia divina que en ellas resplandece. Es la santidad que viene reconocida: santidad que es relación profunda y transformadora con Dios, construida y vivida en el compromiso cotidiano de adhesión a su voluntad. Esta santidad vive en la historia y ningún santo se encuentra sustraído a los límites y condicionamientos propios de nuestra humanidad”.
“La casa de Dios - escribía Georges Bernanos - es una casa de hombres, no de superhombres”. Los cristianos no son superhombres, y menos todavía lo son los santos, que son los más humanos de los hombres. Los santos no son sublimes, no son héroes. Un héroe da la ilusión de sobrepasar a la humanidad; el santo no la sobrepasa, la lleva encima, se esfuerza por realizarla lo mejor posible. Se esfuerza por acercarse cuánto más pueda a su modelo Jesucristo, quien fue simplemente y perfectamente hombre, hasta el punto de desconcertar a los héroes y asegurar a los demás.
Como la Sagrada Escritura no puede ser leída e interpretada sino en el mismo Espíritu en que ha sido escrita, lo mismo vale para la vida de los santos. Ellos pueden ser leídos e interpretados en su esencialidad no con categorías culturales sometidas al proceso histórico del conocimiento, sino sólo en el mismo Espíritu en que han creído y vivido.
El historiador Giuseppe Alberigo, quien durante casi cuarenta años se ha comprometido a reconstruir y comprender la larga vida del Papa Roncalli, contribuyendo a la preparación de la documentación para la causa de canonización, ve en el “luminoso Pentecostés de la muerte” del Papa Juan la gran experiencia evangélica de nuestro tiempo, oportunidad de comunión en la fe y en la esperanza para centenares de millones de hombres. Una muerte marcada, como toda la vida precedente, por el sello de la mansedumbre, de la obediencia, de la humildad, pero caracterizada también por un gran proyecto de renovación, destinada a ser alimento para la fe de tantos.
“Del Papa Juan - ha dicho Juan Pablo II - se queda en el recuerdo de todos la imagen de un rostro sonriente y de dos brazos abiertos de par en par en un abrazo al mundo entero”. 
En aquellos brazos abiertos de par en par estaba la aceptación antecedente de cada voluntad del Señor, el mismo fiat de María, quien “acepta participar de los acontecimientos del Hijo, desde las privaciones de Belén hasta las renuncias de la vida escondida, el martirio del Calvario”. 
En este fiat, me parece, está encerrado el misterio de la santidad del Papa Juan. Y aquí se encuentra el hilo de la aventura humana y sobrenatural que lo ata a Pío IX.

Santidad e historia

Ir buscando otras razones y otras motivaciones de sabor histórico, cultural, ideológico o inscritas en la praxis, desvía y no ayuda a comprender.
Si la santidad une, las elecciones y las opciones históricas a veces crean distancias e incomprensiones.
Pío IX y Juan XXIII, unidos en el mismo día en la solemne beatificación, nos enseñan a encontrar siempre las profundas razones de la unidad en la respuesta a la gracia de Dios y no en las opciones históricas.
La santidad no comporta la unicidad de las opciones históricas. Pueden existir diversidad y también conflictos. Los santos pueden existir en un campo, pero también en un campo opuesto. Pedro entra en conflicto con Pablo y Pablo se separa de Bernabé. 
Pío IX no es Juan XXIII. Diferentes los tiempos, diferentes las interpretaciones y las respuestas, diferentes las sensibilidades. Esto, sin embargo, no impide la unidad más profunda, que se tiene que buscar en el dinamismo de la caridad teologal y no en la opción histórica, que es siempre parcial y nunca definitiva.
Es ésta, me parece, la línea sobre la cual hay que moverse, línea que el mismo Papa Juan nos indica proféticamente en una página de su Giornale dell’anima cuando nos recuerda que el Señor “trata bien a sus predilectos, pero normalmente ama probarlos por medio de las tribulaciones, que pueden ser enfermedades del cuerpo, amarguras del espíritu, contradicciones espantosas hasta transformar y gastar la vida del siervo del Señor y del siervo de los siervos del Señor, en un verdadero martirio”.
Y aquí, para sorpresa de quien ata el misterio de la santidad de la Iglesia a una lectura ideológica, el Papa Juan XXIII que “abrió una nueva página en la historia de la Iglesia, llamando a los cristianos a anunciar el Evangelio con renovado coraje y más vigilante atención a los signos de los tiempos”, dirige su pensamiento exactamente a Pío IX: “Yo pienso siempre en Pío IX de santa y gloriosa memoria; e imitándolo en sus sacrificios, querría ser digno de celebrar su canonización”. 
 
 

La santidad no comporta la unicidad de las opciones históricas. Pueden existir diversidad y también conflictos. Los santos pueden existir en un campo, pero también en un campo opuesto 

“Del Papa Juan - ha dicho Juan Pablo II - se queda en el recuerdo de todos la imagen de un rostro sonriente y de dos brazos abiertos de par en par en un abrazo al mundo entero”. 
 

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