En
la calle, por cualquier esquina de nuestros barrios, es cada vez más
frecuente ver a niños, adolescentes y jóvenes marginados
que huelen pegamento, toman alcohol o fuman marihuana; otros, que viven
de pedir algunas monedas, aparcar autos o lavar los parabrisas en los
semáforos; podemos observar también adultos, muchos de ellos
padres y madres que para procurar el sustento de sus familias, caminan
sin parar durante todo el día para poder vender apenas algunos
remedios yuyo, unos caramelos, galletitas, o simplemente un par de zapatos.
También encontramos jóvenes que saben mucho de comodidad
y vida fácil y muy poco de esfuerzo propio y de trabajo; niños
rodeados por la opulencia, pero que no conocen de compañía
y de amor. Por las mismas calles de nuestra ciudad y del interior se pasean
también culpables de delitos, de robos, grandes atracadores de
la propiedad pública, protegidos por la justicia. La verdad callada
por el poder, el dinero y la impunidad; sujetos ajenos y despreocupados
de la suerte de los económicamente más desprotegidos, de
los pobres.
¿El mundo al revés?, ¿crisis de valores?, ¿cambalache,
como dice el famoso tango de Marcos Discépolo? Podemos elegir el
nombre que más nos guste. Pero hay una realidad que es innegable:
en este Paraguay de mediados del 2001 vivimos una profundísima
crisis de valores. Es importante poder preguntarnos por qué hemos
llegado a ella pero, sobre todo, qué hacer para buscar salidas,
para proponer caminos para enfrentarla desde todos los ámbitos
y dimensiones de la sociedad. Me voy a centrar en uno de estos espacios:
la escuela, entendida ésta como la institución escolar:
la educación.
La pretensión de estas páginas es sacar a la luz algunos
elementos sociopolíticos que vivimos como país, que inciden
en la tarea de la escuela de educar en valores; también lanzar
sugerencias con relación al aporte que la educación católica
está llamada a realizar en esta temática. Precisar cuál
sería su granito de arena en este ámbito para colaborar
con otros esfuerzos de la sociedad en salir del pozo en que estamos metidos.
Partiré poniendo de relieve algunos aspectos de esta crisis desde
la perspectiva del discurso ético tradicional; posteriormente analizaré
la responsabilidad de los diferentes actores sociales en la tarea de educar
en valores. A continuación sugeriré algunas características
de la educación en valores desde la perspectiva cristiana; terminaré
sugiriendo algunas pistas de acción.
La crisis de valores desde el sistema socio-económico hegemónico
Hablar de
crisis de valores nos conduce, de una u otra manera, hasta el capitalismo:
karaku del sistema económico mundial en que estamos inmersos. Pensar
que la crisis de valores que nos azota es algo exclusivo del Paraguay,
que se debe atribuir a la manera de ser de sus gentes, o a sus actitudes
internalizadas tras los largos años de la dictadura stronista,
es un engaño. Lógicamente esta traumática experiencia
de más de 35 años fomentó, o simplemente incrustó,
antivalores que en la actualidad se han convertido en una pesadilla para
nuestra sociedad. Pero el problema viene de más lejos, aunque en
nuestro caso, tome sus propias características y peculiar dramatismo.
La ética del capitalismo ha sido capaz de permear un sistema social,
incluso todavía marcadamente campesino como es el paraguayo. Ciertamente
esta ética no se ha dado sola o pura, sino fuertemente mestizada
con las peculiaridades de nuestro sistema clientelista. No es el objetivo
de este trabajo determinar si el advenimiento histórico de la ética
capitalista fue causada por la introducción del monocultivo del
algodón en el país, por el impacto sociocultural que significó
el torrente financiero proveniente de la construcción de Itaipú,
o por alguna otra razón. La realidad es que su influjo se ha introducido
no sólo en el modo de hacer política, publicidad o negocios,
sino también, en mayor o menor grado, en la familia, en el trabajo,
en la escuela, en la Iglesia, en nosotros mismos...
Es una ética que nos invita al individualismo consumista como modo
de adquirir identidad y la realización plena; que valora el tener
y el despilfarrar sobre todas las cosas. El esquema que maneja es sencillo:
la persona vale en cuanto posee cosas que son promovidas por la publicidad.
Para eso lógicamente hace falta tener plata. De la plata y la consiguiente
capacidad para consumir viene el status como expresión de poder
y dominio sobre los otros. Nuestro nombre vale según el cargo que
ocupamos. Por ello, en este planteamiento, los títulos universitarios
se conciben como modo para competir y conseguir nuevas ventajas, nuevos
cargos y más prestigio. En este modus vivendi la solidaridad, la
justicia o la hermandad no tienen cabida.
La ética capitalista en su simbiosis con la clientelista toma dimensiones
de verdadero escándalo en una sociedad como la nuestra con enormes
desigualdades sociales. Aunque todas las clases sociales entraron en este
juego de aprendizaje de estos antivalores consumistas, sólo algunos
han tenido acceso real a lo ofrecido por la publicidad; la mayoría
sin embargo se ha quedado fuera de poder adquirirlas. Y quedarse al margen,
una vez que se han despertado necesidades que antes no se tenían,
alimenta la frustración y el resentimiento que conduce a distintos
modos de violencia .
Al reflexionar sobre la realidad de la marginación y de la violencia
el politólogo venezolano Arturo Sosa señala que "más
que la proclamada crisis de valores, lo que estamos viendo es la consecuencia
de la frustración masiva que produce la imposibilidad de vivir
de acuerdo con los valores que nos han impuesto, si se prefiere "enseñado",
por los medios... Junto a una estructura de relaciones económicas
que impide objetivamente a la mayoría de la población realizarlos
en su vida cotidiana, una pequeña élite los vive ostentosamente"
. Afirma el autor que es especialmente la clase política la que
más ha dado ejemplos de este de despilfarro exhibicionista sin
medida.
Esta es la tónica de la mayoría de los países de
América Latina, de la cual Paraguay no es una excepción.
Echar un vistazo a la prensa diaria, a lo que sucede a nuestro alrededor
es darnos cuenta que, aunque hay honrosas excepciones, más que
por hombres probos, mayoritariamente estamos representados por delincuentes
de cuello blanco; por depredadores del tesoro público, intocables
que ni siquiera necesitan guardar el más mínimo disimulo
cuando actúan. Corruptos empedernidos que viven para sí
mismos o para sus intereses particularistas. Una de las cuestiones más
peligrosas de esto es que proyectan en la sociedad, como cosa normal que
todo el mundo hace o puede hacer, actitudes y comportamientos que son
sencillamente aberrantes.
Si realmente estamos interesados en buscar salidas a la crisis de valores,
forzosamente tendremos que cuestionarnos el papel de la clase política
y el híbrido modelo de desarrollo que se ha implantado en nuestra
sociedad. También es necesario cuestionar la ética de este
sistema para aportar en la construcción de otra ética cuyo
centro debe estar en el ser humano y no en el clientelismo clonado de
mercado. Un orden que respete las legítimas diferencias y promueva
la solidaridad como instrumento de verdadero desarrollo; donde unos pocos
no se enriquezcan a causa de la pobreza de la mayoría; donde la
justicia exista. Este es un desafío que nos convoca a todos, también
a la escuela católica que debe responder con una auténtica
educación en valores humanos y cristianos.
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