En
este sentido resulta estrecho el margen dejado a la violencia como manifestación
visible: guerras, conflictos que implican agresión física
etc. ya que esto no es sino el punto culminante de un proceso que puede
y debe entenderse desde los distintos niveles organizativos históricos
de una sociedad.
Se trata, no de justificar la violencia, sino de comprender críticamente
el contexto que la origina. Por ejemplo, la defensa propia es un concepto
que puede acarrear situaciones que si bien no son buenas (en el sentido
de construir hacia algo-más-humano) son legítimas y se explican
en un más allá del hecho de haberla ejercido.
La cuestión de la legitimidad de la violencia no apunta a establecer
parámetros valorativos del hecho que se parte por criticar, sino
de dar con el punto álgido, el nudo de la cuestión, lo que
hace en un principio a las consecuencias más claramente perceptibles
de este fenómeno.
Existe todo un sistema de anulación del pensamiento crítico
puesto en marcha a través de la for-ma organizativa y de funcionamiento
que rige a la sociedad, un sistema que además es reforzado por
la aparente libertad de pensamiento y expresión, que no es tal
en tanto se halla sometida a ciertos parámetros fijados de antemano
y que tienden a objetivos económicos que se harían evidentes
a la luz de un análisis crítico, el que por otro lado no
permitiría la continuación y reproducción de las
estructuras que lo sostie-nen.
Al hablar de objetivos "económicos" lo que se quiere
significar es la forma que adquiere tanto la pro-ducción como la
distribución de los bienes en una sociedad determinada en un momento
dado, y que abarca todo aquello que se produce y se crea en y por una
sociedad (arte, conocimientos, etc).
En este sentido puede hablarse de una violencia primera, basada en las
condiciones injustas de pro-ducción y distribución de los
bienes de una sociedad.
Es oportuno dejar de lado las teorías, válidas o no, de
la violencia innata del ser humano, ya que de cualquier modo las construcciones
culturales son tan bastas y complejas que han terminado por invalidar
las pretensiones del determinismo genético de la violencia, esto
es que, aún en el supuesto de que éste exista, su vivencia
no es ya posible sino es a través de representaciones culturales
socialmente constitui-das, lo que lleva implícita la posibilidad
del cambio.
Retomando el punto primero del por qué y del cómo, deben
cuestionarse las implicancias posteriores de un estado de violencia latente
basado en una injusta distribución de los bienes socialmente producidos.
De hecho la sociedad constantemente construye y articula elementos de
exclusión y marginación, esto es claro en el fenómeno
de la pobreza tantas veces debatido, mentado y comentado: falta de acceso
a las po-sibilidades de salida de la pobreza (educación, salud,
trabajo, etc.), y la promesa e incitación constante a posibilidades
no reales (consumo en todos sus niveles) que reproducen este estado de
pobreza alejándolo de las posibilidades reales pero inexistentes
de salida, y es que son inexistentes porque sobre ellas se edi-fican las
enormes posibilidades de unos pocos otros.
Esto es claro en las promesas publicitarias de exclu-sividad: sólo
para algunos, único, exclusivo. En este sentido puede verse la
forma de reproducción de es-tructuras o de ideología que
oculta el verdadero mecanismo de la exclusión y de la pobreza,
simplemente se es pobre porque no se accede, una efectiva tautología
que convence incluso a quienes padecen la ex-clusión.
Esto produce graves frustraciones que implican angustia en dos vertientes:
agresividad y pasividad, violencia, inactividad.
Por otro lado la violencia o la agresividad es parte misma de la frustración,
provocar daño es concebi-do como una reparación.
La pasividad, el estado de desencanto es también un componente
lateral de la violencia, nada hay que pueda lograrse, por lo tanto se
pierde también la capacidad de buscar una salida alternativa. De
hecho esta incapacidad de actividad, de cuestionamiento, de criticismo
ante las situaciones frustrantes que se pre-sentan es parte fundamental
de la reproducción de las estructuras sociales que sustentan el
sistema, se en-seña a repetir, a imitar y a aceptar, se aprende
a querer ser parte, a acceder a cualquier costo, incluso al de la exclusión,
y esta exclusión se muestra además apetecible, es la exclusividad
del lujo y el confort, el he-cho de que todos tengan algo resta valor
a ese algo.
La vía de salida que ofrece el sistema es la participación
de la sociedad civil, el control del poder "de-legado", sin
embargo las condiciones que limitan e impiden esta participación
se encuentran veladas por los mecanismos ya descritos de alienación
del individuo en el consumo y en la apatía que éste promueve
ante la imposibilidad de lograrlo.
Lo alternativo está dado por un escapismo, la redefinición
de un espacio propio que resulta también excluyente para otros
y que configura elementos de marginación, (droga, alcoholismo,
atomización del individuo en internet etc), la perspectiva de cambio
real está vedada y es sancionada socialmente justa-mente porque
la ideología controla y vela por la reproducción de las
estructuras vigentes.
Por otra parte la violencia es ejercida también y primariamente
desde los sectores o agentes no exclui-dos, ya que el hecho de la inclusión
de unos presupone la exclusión de otros. ¿No resulta violento
el de-salojo de campesinos de tierras de extranjeros que ni siquiera pagan
los impuestos correspondientes, y de la misma forma la inacción
de las llamadas autoridades ante una ocupación campesina de tierras
indíge-nas, explotadas y que representan además la posibilidad
de subsistencia material y cultural de un pueblo? ¿No resulta acaso
violento el robo y el desvío de sumas que podrían solucionar
el problema de la salud pública, y la pasividad y letanía
de las inacabables vías legales para resolver estos casos? Estos
son sólo ejemplos detonantes de un cuestionamiento que alcanza
muchas otras expresiones.
Una de las vías de sustentación ideológica de la
violencia es el militarismo y la cultura patriarcal que éste lleva
implícita, en definitiva el militarismo se basa en la existencia
de un grupo que detenta la capa-cidad legítima del uso de la violencia
para la protección de una sociedad. Esto puede tener raíces
históri-cas de consolidación de los estados nacionales y
del mantenimiento de las condiciones que aseguren ciertas pautas de comercio,
pero que de cualquier manera implican la existencia de un non plus ultra
de la sociedad civil, un elemento excluyente y que puede verse, también
históricamente, como un elemento desestabilizador y una amenaza
constante a las expresiones de la sociedad civil.
No es necesario ahondar en ejemplos ya extensamente citados de las consecuencias
nefastas que el consolidado poder militar acarrea, pero sí en las
incidencias que una cultura militarista tiene en lo que ha-ce al desarrollo
y desenvolvimiento tanto de las instituciones como de la sociedad civil
y sus espacios de participación.
Parece importante aclarar que hablar de militarismo no es necesariamente
hablar de militares. La críti-ca apunta más que nada a un
sistema de ejercicio del poder, y a las formas que lo revisten.
La práctica del militarismo implica un sometimiento que se da en
base al temor al ejercicio de la fuerza por parte de otro, y no en la
aceptación de pautas que hacen a la posibilidad de la interacción
so-cial. El estar sometido u obligado a, significa la falta de legitimidad
de aquello que somete.
Este sometimiento tiene además múltiples aristas que se
despliegan a través de la discriminación y la exclusión
en distintos niveles entre los que son patentes la desigualdad de géneros,
la intolerancia y la discriminación en todas sus expresiones (racial,
física, cultural).
Del militarismo se desprende la necesidad de obediencia a un mando que
no es ni consensuado ni dis-cutible, y esto se reproduce directamente
en la organización patriarcal de las familias y de la sociedad
entera, y repercute en la dificultad de desarrollar un pensamiento crítico,
de articular mecanismos de par-ticipación, e incluso de poder ofrecer
algún tipo de resistencia ante cualquier autoridad, ya que se aprende
a actuar y obedecer por coacción, por temor y por sumisión.
El uso de la violencia, incluso la misma potencialidad del uso de la violencia
son los elementos que sustentan cualquier autoridad en una sociedad militarista.
Ya que ante la desobediencia ella se alza como la consecuencia, cimentándose
así la obediencia por temor, el mando represivo y la aceptación
de lo im-puesto sin derecho a réplica, un derecho que a lo largo
de su falta de uso, caduca y se pierde, es reificado apareciendo como
lo establecido desde un principio insondable, y no como una construcción
histórica y social.
Este mecanismo da la base para la práctica de una autoridad impune
y nunca cuestionada, donde la frustración encuentra salida por
la vía de la resignación o de un misticismo salvador donde
cualquier práctica está ausente. La pasividad contemplativa
de lo que pasa y el sentimiento de impotencia ante la realidad son las
consecuencias más funcionales de la exclusión que la violencia
comporta y que determi-nan el bajo nivel de participación civil
y la dificultad de la organización de la sociedad con miras a fines.
Por otra parte la concepción de la autoridad parte de la concepción
totalizante del uso y disposición del poder que de esta autoridad
emana y ante cualquier posibilidad de uso de la fuerza lo que había
sido reprimido represivamente surge en forma de agresión. Es el
ejercicio de la violencia. Esto quiere decir que la cultura y la práctica
militarista se construyen y consolidan tanto desde el ejercicio de la
autoridad como desde su vivencia.
De hecho una de las implicancias fundamentales de la cultura militarista
actualmente está dada por la incapacidad que tienen las sociedades
para hacerse sujetos concientes del cambio histórico, para partici-par
y construir el devenir histórico y para defender y reclamar otras
opciones que las impuestas.
Las diferentes expresiones que una cultura tiene se ven limitadas en el
militarismo, ya que la expre-sión es siempre es sujeto de control
y censura, si bien tal vez no de un modo directo, si a través de
los me-canismos de autocontrol que el sistema crea para protegerse y perpetuarse.
En este contexto las expresiones típicas de "lo militar",
las guerras y los conflictos armados, pasan a ser la expresión
última de toda una estructura que los sustenta y provoca y que
al mismo tiempo los hace aparecer como la expresión única,
salvaguardando los mecanismos verdaderos de la crítica y el cuestio-namiento.
Aparece entonces la violencia como el elemento que ampara la práctica
militarista, de hecho es la de-tentación de la legitimidad para
el ejercicio de la fuerza lo que en un principio determina la posición
de poder que permite al militarismo echar raíces en la cultura
e influir así en todos los ámbitos de la organi-zación
social.
La configuración de una opción de cambio es el trabajo que
cabe a las generaciones actuales, existe un proceso acelerado de descomposición
social que tiene a la violencia como un elemento intrínseco que
ha-ce a esta descomposición y al paso a un modelo que hace de la
violencia la regla, un modelo que como puede verse en las tendencias económicas
actuales de todos los mundos, comporta niveles inusitados de exclusión
en todos los niveles.
De lo que se trata es de entrever las condiciones que posibilitan, generan
y amparan la violencia que se hace visible ocultando la violencia verdadera,
la violencia madre, que es la injusticia social, y parale-lamente fomentar
y articular la crítica y todos los niveles de participación
de la sociedad civil hacia la construcción de un modelo más
justo y humano.
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