Uno
La crítica
moderna de la religión ha mostrado más bien lo contrario.
Que en ese esquema, Dios no es más que "Dios", es decir,
un concepto que funge de falsa puerta de salida a los embates del hombre
contra sus propios límites. Un mero nombre, una necesidad del pensamiento
humano.
Feuerbach criticaba la fundamentación filosófica de la existencia
de Dios porque la consideraba mera proyección de las necesidades
del hombre. Es decir, sus dardos los lanzaba desde la antropología.
Dios no pasaría de ser la imagen de un superhombre con todas las
cualidades inalcanzables, sueños imposibles y propósitos
irrealizables que el hombre común y silvestre desea pero no puede
llevar a cabo. Nietzsche declaró la muerte de Dios porque los pensadores
creyentes habían puesto a Dios como el valor fundamental y supremo
de los valores humanos. El que filosofaba a martillazos sabía que
el valor no es una esencia imperecedera, sino que es una producción
cultural, sublime pero perecedera. Así que cuando la situación
cultural cambió, con ella cambiaron los valores. Y el que había
sido el valor supremo, que sustentaba cualquier otro valor, Dios, también
cambió. Fue sustituido por otros valores. Cuando Nietzsche declaraba
que "Dios ha muerto" no estaba hablando de supuestos funerales
en el cielo, sino de una real trasmutación de los valores aquí
en la tierra. En ese sentido, serían los mismos intelectuales creyentes
los que habrían dado muerte a Dios, pues al reducirlo a un valor
cultural, sí, el supremo, pero cultural, habrían ubicado
a Dios en el terreno de las transformaciones de la mentalidad y la cultura.
Heidegger, por su parte, desmontó la ontoteología con el
criterio de que en ella Dios era la respuesta necesaria a las preguntas
últimas que eran formuladas por el ser. En la ontoteología
Dios era entificado y reducido a un objeto más entre los objetos
del pensar como resultado del olvido del ser, es decir, como fruto de
la prevalencia de los existenciales sobre el ser.
Estos autores, y muchos otros, de un modo u otro, mostraron que toda argumentación
de la existencia de Dios en la lógica de la necesidad humana no
tenía más fundamento ni más conclusión que
la misma necesidad humana.
Sin embargo, los seguidores de esta corriente crítica del pensamiento
derivaron de sus acertadas críticas unas conclusiones que suponían
una vuelta atrás en el camino que habían emprendido. De
sus tesis se desprendía una incongruencia supina que atentaba contra
sus mismos presupuestos. Argumentaban en sus conclusiones que el derribo
o desenmascaramiento del andamiaje filosófico-teológico
de las pruebas de la existencia de Dios demostraba la no existencia de
Dios. Si las pruebas de la existencia de Dios no eran más que necesidades
del pensamiento, las conclusiones de la no existencia demostraban la innecesariedad
de Dios para el pensamiento. Con el tiempo una cierta modernidad sustentará,
como es sabido, la necesidad de que Dios no exista para que el hombre
pueda existir en plenitud.
Con ello, la victoria de la corriente crítica del pensamiento era
pírrica. La solución que habían dado al problema
se podía rebatir con la misma llave inglesa que ellos habían
usado para destornillar el problema. El solipsismo era palpable, pues
no conseguían hacer salir al proceso argumentativo de la oscura
gruta de la necesidad. Fernando Pessoa lo sintió con aguda finura
y lo escribió en forma de breve verdad: "No existir dios es
un dios también" (Poesías inéditas, 1919-1930).
Dos
Ciertamente,
la sed no prueba la existencia del agua, pero tampoco demuestra su inexistencia,
porque la necesidad no demuestra nada que sea exterior a ella misma. Entonces,
¿qué es lo que demuestra la sed? La sed no prueba la existencia
de una fuente, ni siquiera la existencia del agua. La sed, la necesidad
humana, lo único que prueba es la precariedad de la misma existencia
humana. Prueba los límites, la vulnerabilidad, la labilidad, en
fin, el lado trágico y hasta patético de la condición
humana. La necesidad humana no es prueba de la existencia divina.
El anhelo de libertad que habita en el hombre, por ejemplo, de ningún
modo prueba la existencia de un tiempo y un lugar en el que el hombre
sea siempre libre. Menos aún prueba la existencia de una esencia
llamada libertad. El anhelo humano de libertad lo que prueba es algo interior
a la misma condición humana: el estado de cadenas humano y la incomodidad
del hombre con dichos cepos. Lo mismo podríamos decir del anhelo
de felicidad. Éste prueba el estado de angustia que los hombres
y mujeres soportamos en nuestra existencia, pero no demuestra, en modo
alguno, la existencia de ningún reino en el que la coincidencia
del ser, el deber y el querer se presenten como estado de cosas permanente.
Los anhelos humanos sólo demuestran insatisfacciones humanas, pero
no por ello hay que declararlos falsos, negativos, ideológicos
o mentirosos. El hombre es siempre un bien por hacer y los anhelos no
son superfluos en dicho quehacer.
TRES
Sin embargo,
la proposición "Dios no existe" de hecho, en una determinada
corriente de pensamiento, es una proposición cierta. Kierkegaard,
uno de los creyentes más apasionados del siglo XIX, afirmaba: "Dios
no existe, es eterno". Esto significa que para negar la existencia
de Dios basta con afirmar su existencia. Si Dios es un aquí y ahora,
existe, y, por tanto, puede llegar a no existir; o existió y ya
no existe; pero en ninguno de los casos puede ser eterno.
Se podría decir que su existencia engloba todos los aquí
y ahora, con lo cual se podría suponer que es muy poderoso, cuasi
todopoderoso, mas seguiría sin ser eterno, pues la eternidad es
otra cosa cualitativamente distinta a la suma de todos los aquí
y ahora. Pensar a Dios como existente es el deseo del pensante de apoderarse
de Dios, de hacerlo (pensarlo) a su imagen y semejanza, pues sólo
en los parámetros de la existencia la pregunta "¿qué
es Dios?" podría tener respuesta clara y distinta (tanto para
decir "es esto" como para afirmar "no es nada").
En cambio, concebir a Dios en términos de eternidad, parafraseando
a Wittgenstein, supone lanzar la escalera dejando atrás la pregunta
instrumental y la actitud interrogadora, para situarse en otro plano,
el de la escucha silenciosa y la actitud de ser interrogado, que es la
propia del que piensa en Dios. El pensar acontece en los límites
del espacio y el tiempo, y, sin embargo, Dios ha de ser pensado como no-espacio
y no-tiempo, como eterno.
Sin embargo, este camino encuentra rápidamente su fin: el silencio,
la admiración, el no saber. Entrar desde la razón en la
nube de la eternidad de Dios es una labor loable, pero en gran medida
estéril, pues una vez que un hombre racional entró en ella
y volvió para decirnos que más allá sólo cabe
para la razón el silencio, el resto de los hombres y mujeres ya
sabemos a qué atenernos cuando decidimos progresar en ese camino
a lomos de nuestra razón.
Quizá entonces, el pensador que reconozca esto reconocerá
que el problema no es la eternidad de Dios, sino la precariedad de la
razón humana. No poder pensar la eternidad de Dios no negaría
la eternidad de Dios, sino que afirmaría los límites materiales
y espirituales de la razón humana. Quizá entonces, el mejor
camino para acceder a Dios racionalmente es dejar que Dios acceda a nosotros
gratuitamente... y pensar eso.
Cuatro
Unas palabras
de Karl Barth, posiblemente el teólogo más importante del
siglo XX, nos pueden ayudar a continuar nuestro camino: "Nunca en
toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, se hace el menor intento de
demostrar a Dios. Tal intento se ha hecho siempre y únicamente
al margen de la concepción bíblica de Dios, y siempre y
sólo allí donde se ha olvidado de quién se trata
cuando se habla de Dios" (Karl Barht, Esbozo de dogmática,
p. 47).
Intentemos, pues, fijarnos en la eternidad de Dios al modo revelado en
la Biblia. La eternidad de Dios no impide su actuación en la historia,
ni implica su lejanía de la misma. Al contrario, precisamente porque
es eterno su presencia en la historia es siempre actual, no se agota en
ella (ni en la suma de los instantes) y la transforma desde dentro a través
de Jesús (también desde fuera, pues el Hijo es enviado desde
la eternidad por el Padre) y desde el presente a través de los
discípulos de su Hijo.
El Dios de Jesús es el "Dios eterno" que Abraham invocó
en Berseba (Gn 21, 33), es aquel que sentado en las alturas "se abaja
para ver los cielos y la tierra" (Sal 113, 5-6) y cuya eternidad
es motivo de confianza total, pues Yahveh es "la Roca Eterna"
(Is 25, 4) en la que toda criatura encuentra salvación. Si Dios
fuera existente habría participado de la historia pero no sería
siempre actual porque su existencia ya se habría agotado en el
conjunto de los instantes en que existió. La eternidad de Dios
no significa alejamiento de los hombres, sino estar siempre adviniendo.
En términos históricos para negar la actualidad de la eternidad
de Dios no es preciso negar la existencia de Jesús de Nazareth,
sino afirmar que realizó milagros, que murió en la cruz
y que no resucitó. Dios, entonces, existió en un aquí
y ahora, pero ya no existe. Ese Dios-Jesús sin misión ni
destino es pura historicidad. Si la misión de ese Dios acaba en
un sepulcro, en él también acaba su divinidad y su existencia.
El sepulcro acaba con él todo, en su totalidad, y con toda posibilidad
de perduración más allá del tiempo. Sólo hay
lugar para la memoria y el recuerdo en un Dios de esa clase. En cambio,
ese mismo Dios-Jesús si no se agota en la historia sino que participa
de ella traspasándola, precediéndola y adviniéndola,
no sólo muerto sino resucitado, no sólo caminando sino enviado,
no sólo anunciando sino anunciado, no sólo prometiendo vida
sino siéndola (y en abundancia), ese Dios-Jesús, decimos,
ciertamente existió, ciertamente ya no existe y ciertamente es
eterno, pues el Cristo enviado por la Trinidad, aunque de eternidad a
eternidad, tiene una historia en el tiempo, la de Jesús de Nazareth.
CINCO
Al final
de estas líneas sería conveniente regresar a los dilemas
de los inicios. En ellos intentamos mostrar que la necesidad humana del
agua no demostraba la existencia divina de la fuente. A lo largo de estos
párrafos hemos intentado mostrar que Dios no existe, que Dios es
eterno, lo cual no le impide ser actual, al contrario, es actual porque
es eterno. Así mismo, hemos procurado atendiendo a Karl Barth no
olvidarnos de que Dios no puede ser algo o alguien diferente al que o
a quien se revela en la Biblia.
No encuentro mejor texto revelado que el del encuentro de Jesús
con la samaritana para expresar bíblicamente nuestra intención.
En dicho texto Jesús le dice a la mujer: "El que bebe de esta
agua vuelve a tener sed; quien beba del agua que yo le daré no
tendrá sed jamás, pues el agua que le daré se convertirá
dentro de él en manantial que brota dando vida eterna" (Jn
4, 13-14).
El ser humano es un animal sediento y el ofrecimiento divino no sacia
su necesidad sino que la pulveriza. Esto significa, por un lado, que donde
reina la necesidad no es posible hablar de gratuidad y, por tanto, no
se puede hablar de donación divina. Por otro lado, también
significa que allí en quien la eternidad divina se hace actual
hay que afirmar que lo que antes era sed ahora es manantial de agua.
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