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"DIOS"
Han sido muchos los adagios populares que intentaban "demostrar" la existencia de Dios usando imágenes de la vida cotidiana. Uno de ellos, utilizado por filósofos y teólogos, rezaba de este modo: "la sed prueba la existencia de la fuente de agua". Con esta expresión se creía probar que el anhelo humano de lo divino demostraba la existencia de Dios.
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Alejandro Matos

Uno

La crítica moderna de la religión ha mostrado más bien lo contrario. Que en ese esquema, Dios no es más que "Dios", es decir, un concepto que funge de falsa puerta de salida a los embates del hombre contra sus propios límites. Un mero nombre, una necesidad del pensamiento humano.
Feuerbach criticaba la fundamentación filosófica de la existencia de Dios porque la consideraba mera proyección de las necesidades del hombre. Es decir, sus dardos los lanzaba desde la antropología. Dios no pasaría de ser la imagen de un superhombre con todas las cualidades inalcanzables, sueños imposibles y propósitos irrealizables que el hombre común y silvestre desea pero no puede llevar a cabo. Nietzsche declaró la muerte de Dios porque los pensadores creyentes habían puesto a Dios como el valor fundamental y supremo de los valores humanos. El que filosofaba a martillazos sabía que el valor no es una esencia imperecedera, sino que es una producción cultural, sublime pero perecedera. Así que cuando la situación cultural cambió, con ella cambiaron los valores. Y el que había sido el valor supremo, que sustentaba cualquier otro valor, Dios, también cambió. Fue sustituido por otros valores. Cuando Nietzsche declaraba que "Dios ha muerto" no estaba hablando de supuestos funerales en el cielo, sino de una real trasmutación de los valores aquí en la tierra. En ese sentido, serían los mismos intelectuales creyentes los que habrían dado muerte a Dios, pues al reducirlo a un valor cultural, sí, el supremo, pero cultural, habrían ubicado a Dios en el terreno de las transformaciones de la mentalidad y la cultura. Heidegger, por su parte, desmontó la ontoteología con el criterio de que en ella Dios era la respuesta necesaria a las preguntas últimas que eran formuladas por el ser. En la ontoteología Dios era entificado y reducido a un objeto más entre los objetos del pensar como resultado del olvido del ser, es decir, como fruto de la prevalencia de los existenciales sobre el ser.
Estos autores, y muchos otros, de un modo u otro, mostraron que toda argumentación de la existencia de Dios en la lógica de la necesidad humana no tenía más fundamento ni más conclusión que la misma necesidad humana.
Sin embargo, los seguidores de esta corriente crítica del pensamiento derivaron de sus acertadas críticas unas conclusiones que suponían una vuelta atrás en el camino que habían emprendido. De sus tesis se desprendía una incongruencia supina que atentaba contra sus mismos presupuestos. Argumentaban en sus conclusiones que el derribo o desenmascaramiento del andamiaje filosófico-teológico de las pruebas de la existencia de Dios demostraba la no existencia de Dios. Si las pruebas de la existencia de Dios no eran más que necesidades del pensamiento, las conclusiones de la no existencia demostraban la innecesariedad de Dios para el pensamiento. Con el tiempo una cierta modernidad sustentará, como es sabido, la necesidad de que Dios no exista para que el hombre pueda existir en plenitud.
Con ello, la victoria de la corriente crítica del pensamiento era pírrica. La solución que habían dado al problema se podía rebatir con la misma llave inglesa que ellos habían usado para destornillar el problema. El solipsismo era palpable, pues no conseguían hacer salir al proceso argumentativo de la oscura gruta de la necesidad. Fernando Pessoa lo sintió con aguda finura y lo escribió en forma de breve verdad: "No existir dios es un dios también" (Poesías inéditas, 1919-1930).

Dos

Ciertamente, la sed no prueba la existencia del agua, pero tampoco demuestra su inexistencia, porque la necesidad no demuestra nada que sea exterior a ella misma. Entonces, ¿qué es lo que demuestra la sed? La sed no prueba la existencia de una fuente, ni siquiera la existencia del agua. La sed, la necesidad humana, lo único que prueba es la precariedad de la misma existencia humana. Prueba los límites, la vulnerabilidad, la labilidad, en fin, el lado trágico y hasta patético de la condición humana. La necesidad humana no es prueba de la existencia divina.
El anhelo de libertad que habita en el hombre, por ejemplo, de ningún modo prueba la existencia de un tiempo y un lugar en el que el hombre sea siempre libre. Menos aún prueba la existencia de una esencia llamada libertad. El anhelo humano de libertad lo que prueba es algo interior a la misma condición humana: el estado de cadenas humano y la incomodidad del hombre con dichos cepos. Lo mismo podríamos decir del anhelo de felicidad. Éste prueba el estado de angustia que los hombres y mujeres soportamos en nuestra existencia, pero no demuestra, en modo alguno, la existencia de ningún reino en el que la coincidencia del ser, el deber y el querer se presenten como estado de cosas permanente. Los anhelos humanos sólo demuestran insatisfacciones humanas, pero no por ello hay que declararlos falsos, negativos, ideológicos o mentirosos. El hombre es siempre un bien por hacer y los anhelos no son superfluos en dicho quehacer.

TRES

Sin embargo, la proposición "Dios no existe" de hecho, en una determinada corriente de pensamiento, es una proposición cierta. Kierkegaard, uno de los creyentes más apasionados del siglo XIX, afirmaba: "Dios no existe, es eterno". Esto significa que para negar la existencia de Dios basta con afirmar su existencia. Si Dios es un aquí y ahora, existe, y, por tanto, puede llegar a no existir; o existió y ya no existe; pero en ninguno de los casos puede ser eterno.
Se podría decir que su existencia engloba todos los aquí y ahora, con lo cual se podría suponer que es muy poderoso, cuasi todopoderoso, mas seguiría sin ser eterno, pues la eternidad es otra cosa cualitativamente distinta a la suma de todos los aquí y ahora. Pensar a Dios como existente es el deseo del pensante de apoderarse de Dios, de hacerlo (pensarlo) a su imagen y semejanza, pues sólo en los parámetros de la existencia la pregunta "¿qué es Dios?" podría tener respuesta clara y distinta (tanto para decir "es esto" como para afirmar "no es nada").
En cambio, concebir a Dios en términos de eternidad, parafraseando a Wittgenstein, supone lanzar la escalera dejando atrás la pregunta instrumental y la actitud interrogadora, para situarse en otro plano, el de la escucha silenciosa y la actitud de ser interrogado, que es la propia del que piensa en Dios. El pensar acontece en los límites del espacio y el tiempo, y, sin embargo, Dios ha de ser pensado como no-espacio y no-tiempo, como eterno.
Sin embargo, este camino encuentra rápidamente su fin: el silencio, la admiración, el no saber. Entrar desde la razón en la nube de la eternidad de Dios es una labor loable, pero en gran medida estéril, pues una vez que un hombre racional entró en ella y volvió para decirnos que más allá sólo cabe para la razón el silencio, el resto de los hombres y mujeres ya sabemos a qué atenernos cuando decidimos progresar en ese camino a lomos de nuestra razón.
Quizá entonces, el pensador que reconozca esto reconocerá que el problema no es la eternidad de Dios, sino la precariedad de la razón humana. No poder pensar la eternidad de Dios no negaría la eternidad de Dios, sino que afirmaría los límites materiales y espirituales de la razón humana. Quizá entonces, el mejor camino para acceder a Dios racionalmente es dejar que Dios acceda a nosotros gratuitamente... y pensar eso.

Cuatro

Unas palabras de Karl Barth, posiblemente el teólogo más importante del siglo XX, nos pueden ayudar a continuar nuestro camino: "Nunca en toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, se hace el menor intento de demostrar a Dios. Tal intento se ha hecho siempre y únicamente al margen de la concepción bíblica de Dios, y siempre y sólo allí donde se ha olvidado de quién se trata cuando se habla de Dios" (Karl Barht, Esbozo de dogmática, p. 47).
Intentemos, pues, fijarnos en la eternidad de Dios al modo revelado en la Biblia. La eternidad de Dios no impide su actuación en la historia, ni implica su lejanía de la misma. Al contrario, precisamente porque es eterno su presencia en la historia es siempre actual, no se agota en ella (ni en la suma de los instantes) y la transforma desde dentro a través de Jesús (también desde fuera, pues el Hijo es enviado desde la eternidad por el Padre) y desde el presente a través de los discípulos de su Hijo.
El Dios de Jesús es el "Dios eterno" que Abraham invocó en Berseba (Gn 21, 33), es aquel que sentado en las alturas "se abaja para ver los cielos y la tierra" (Sal 113, 5-6) y cuya eternidad es motivo de confianza total, pues Yahveh es "la Roca Eterna" (Is 25, 4) en la que toda criatura encuentra salvación. Si Dios fuera existente habría participado de la historia pero no sería siempre actual porque su existencia ya se habría agotado en el conjunto de los instantes en que existió. La eternidad de Dios no significa alejamiento de los hombres, sino estar siempre adviniendo.
En términos históricos para negar la actualidad de la eternidad de Dios no es preciso negar la existencia de Jesús de Nazareth, sino afirmar que realizó milagros, que murió en la cruz y que no resucitó. Dios, entonces, existió en un aquí y ahora, pero ya no existe. Ese Dios-Jesús sin misión ni destino es pura historicidad. Si la misión de ese Dios acaba en un sepulcro, en él también acaba su divinidad y su existencia. El sepulcro acaba con él todo, en su totalidad, y con toda posibilidad de perduración más allá del tiempo. Sólo hay lugar para la memoria y el recuerdo en un Dios de esa clase. En cambio, ese mismo Dios-Jesús si no se agota en la historia sino que participa de ella traspasándola, precediéndola y adviniéndola, no sólo muerto sino resucitado, no sólo caminando sino enviado, no sólo anunciando sino anunciado, no sólo prometiendo vida sino siéndola (y en abundancia), ese Dios-Jesús, decimos, ciertamente existió, ciertamente ya no existe y ciertamente es eterno, pues el Cristo enviado por la Trinidad, aunque de eternidad a eternidad, tiene una historia en el tiempo, la de Jesús de Nazareth.

CINCO

Al final de estas líneas sería conveniente regresar a los dilemas de los inicios. En ellos intentamos mostrar que la necesidad humana del agua no demostraba la existencia divina de la fuente. A lo largo de estos párrafos hemos intentado mostrar que Dios no existe, que Dios es eterno, lo cual no le impide ser actual, al contrario, es actual porque es eterno. Así mismo, hemos procurado atendiendo a Karl Barth no olvidarnos de que Dios no puede ser algo o alguien diferente al que o a quien se revela en la Biblia.
No encuentro mejor texto revelado que el del encuentro de Jesús con la samaritana para expresar bíblicamente nuestra intención. En dicho texto Jesús le dice a la mujer: "El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, pues el agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna" (Jn 4, 13-14).
El ser humano es un animal sediento y el ofrecimiento divino no sacia su necesidad sino que la pulveriza. Esto significa, por un lado, que donde reina la necesidad no es posible hablar de gratuidad y, por tanto, no se puede hablar de donación divina. Por otro lado, también significa que allí en quien la eternidad divina se hace actual hay que afirmar que lo que antes era sed ahora es manantial de agua.



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