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En los confines de ese dominio que no tiene lindes,
el soñador se despierta en algún otro sueño. Y desde
allí observa el lecho otra vez sumergido en corrientes claras, atravesado
por saetas doradas, ocupado por lagartos y mandolinas, sembrado de sexos,
de peces velludos, de cuerpos desconocidos. Y entonces advierte que la
escena no tiene umbrales ni salidas, que el revés de la vigilia
ajena carece de accesos y que ha deambulado por sus propios terrenos. Que
se ha extraviado, quizá, en el crepúsculo de alguna soñera,
enredado en sábanas y en lienzos, tanteando el vestíbulo
sellado ubicado en el fondo del lecho.
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