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1.2 Complejidad religiosa y cultural: algunos datos

Un dato de esta complejidad cultural es la capacidad de componer en sí mismo dinamismos que en los discursos formales son contradictorios. Hablando estrictamente la Santísima Trinidad, por ejemplo, no tendría por qué convivir en el mismo santuario con María Lionza, el Negro Felipe y el cacique Guaicaipuro. Pero el hecho es que sí se dan. Y la gente no está loca. Pienso que el error de parte de la Institución Eclesiástica ha sido condenarlo a priori, no por mala voluntad sino por explicárselos desde una matriz cultural supuestamente pura y superior en la que eso no puede ser. Por eso aunque la Institución Eclesiástica goza de prestigio en comparación con otras instituciones, en realidad se comporta del mismo modo con sus destinatarios.

Otro dato es que nunca dejamos el mundo de la religiosidad tradicional de nuestros abuelos ni entramos de lleno en la modernidad progresista, entusiasta y liberadora de los cristianos modernizantes, sino que permanecimos “entre” las distintas lógicas que conforman estos modos de habérselas con la realidad.

No ha de extrañarnos, entonces, encontrarnos con personas cuyas prácticas predominantes son modernas. Esto es, personas que son puntuales en sus citas (concepción del tiempo medible y calculable), ahorran y hacen presupuesto mensual, planifican los hijos y creen en la gerencia y la organización. Ellos muestran interés en formarse en teología, hacer retiros y colaborar según sus posibilidades. Para muchos de ellos la Iglesia Católica necesita actualizarse. Donde actualizarse significa que los curas se casen, no meterse en política, cuidar del avance de las sectas y ser abiertos en moral sexual y ética profesional. De ellos podemos decir que son profesionales exitosos en países fracasados.

Pero existen otros más tradicionales que sienten que “como vaya viniendo vamos viendo”, que no es mucho problema llegar media hora más tarde, que aquí lo que hace falta es orden, que donde comen dos comen tres, que amanecerá y veremos, y que la mejor fiesta es la que se improvisa. Para estos las ganas de que las instituciones funcionen es siempre un programa que no termina de cumplirse.
Y existen personas que están decepcionadas del ahorro (lógica administrativa), de la política de partidos (democracia participativa), del sacrificio presente para la estabilidad futura, de la preparación académica como garantía de estabilidad económica (inestabilidad laboral), del orden jurídico (incumplimiento de las leyes), y que, por tanto, prefieren replegarse sobre sí mismos en una suerte de narcisismo colectivo y arreglárselas como puedan en una guerra de todos contra todos. Para ellos lo deseable sería que “alguien le pusiera orden a los demás”. A nosotros que nos dejen en paz.

Ahora, el problema no sería tan complejo si estas formas de habérselas con la realidad convivieran pacíficamente o que las pudiéramos ubicar en un único sector de nuestras sociedades. El problema es que cada persona, del sector social que sea, participa simultáneamente de todas estas formas de habérselas con la realidad. Ninguna de ellas es mejor ni peor que las otras, pero no se resuelven en un modo de vida realmente alternativo.

1.3 La vida cotidiana

En nuestra política actual, por ejemplo, carecemos de una real práctica cultural superior a las artimañas conocidas y padecidas. Todavía no hemos terminado de establecer un Estado competente, ni de comportarnos según los acuerdos básicos contemplados en la ley, ni de consolidarnos como Sociedad Civil, y ya ha surgido entre nosotros una matriz de opinión (ilustradas y no tanto) que se empeña sin más en la intervención del Estado en todo, tienen su propia “legalidad” y se asocian por intereses estrictamente particulares.  Y todavía más, sin que hayan desaparecido los caciques, ni el clientelismo, ni el particularismo emotivo y caprichoso (herencia autoritaria) estamos en una sociedad que cada vez más vive del fantaseo constitucional, del espectáculo mediático y de la alucinación informática.

El resultado es que el hombre y la mujer común y corriente vive intentando conjugar lo más sanamente posible estas diversas formas de habérselas con la realidad. Por un lado ve y comprende la necesidad de alcanzar la racionalidad en lo económico, jurídico y social y, por otro, siente que no puede dejar de ser él mismo de un día para otro. En el fondo desconfía de la aplicación de la ley aunque se emocione con el discurso que promete acabar con el corrupto. De aquí surge una gran tensión que se expresa en la impotencia para hacer que las instituciones presten servicio a la sociedad en lugar de convertirse en sociedad de amigos que se favorecen unos a otros. La generación de jóvenes llamados postmodernos, es la más profundamente afectada por estas tensiones culturales. No sólo nacieron y crecieron en medio del deterioro institucional sino que se les ha venido encima el inoperante moralismo revolucionario local. Y, todo esto, como espectadores frente a una gran pantalla que les presenta los globalizados problemas de la cultura 
occidental del primer mundo.
 
 
 
 

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